jueves, 25 de octubre de 2018

VIVIENDO DE LA BOLSA (Nuevo libro)




PRIMICIA EN EDICIÓN EXCLUSIVA DE Amazon. -Precio especial de introducción sólo durante el lanzamiento-

Un libro muy reflexivo que debe leer antes de invertir su dinero. Compendio de los criterios y principios más importantes para invertir con eficacia en cualquier Bolsa, aprendidos de los mejores maestros del arte de la especulación bursátil y comprobados (incluidos los errores) por un inversionista con más de 30 años de experiencia. Por primera vez el conocido autor Abel Carvajal revela los secretos, con detalles y reseñas, de su actividad como inversionista, que le permitieron independencia laboral y libertad financiera antes de cumplir sus cuarenta. Un libro con importantes lecciones sobre inversiones en Bolsa, fácil de entender, más allá del análisis técnico y de la teoría académica. 




PRÓLOGO


"Mucho se ha escrito acerca de cómo ser un buen inversionista bursátil, pero poco se ha dicho de cómo la personalidad del inversionista determina las decisiones que afectan su éxito en la Bolsa. Por ejemplo, cuando aprendí a bucear, deporte que también mi amigo Abel practicó, fue fácil entender la técnica pero fue difícil controlar la angustia y el miedo de sumergirme en el agua por primera vez y morir ahogado. Después de superar el miedo corres un riesgo más real, te llenas de confianza y olvidas las reglas básicas de seguridad… ¡Es mi personalidad la que determina estas decisiones equivocadas que me ponen en riesgo! Igual nos sucede con las inversiones.
Por eso, y porque lo conozco desde la infancia, le sugerí como subtitulo de este libro: “Memorias de un inversionista esquizoide”. ¡Y vaya que lo es!
Pero no me hizo caso." 

Prólogo espontáneo por un distinguido amigo del autor que pidió omitir su nombre

jueves, 18 de octubre de 2018

¡Espere su próximo libro pronto en Amazon!


VIVIENDO DE LA BOLSA
Memorias y lecciones de un inversionista profesional
  
Abel Carvajal

  
EDICIÓN EXCLUSIVA DE Amazon:

Un libro muy reflexivo que debe leer antes de invertir su dinero. Compendio de los criterios y principios más importantes para invertir con eficacia en cualquier Bolsa, aprendidos de los mejores maestros del arte de la especulación bursátil y comprobados (incluidos los errores) por un inversionista con más de 30 años de experiencia. Por primera vez el conocido autor Abel Carvajal revela los secretos, con detalles y reseñas, de su actividad como inversionista, que le permitieron independencia laboral y libertad financiera antes de cumplir sus cuarenta. Un libro con importantes lecciones sobre inversiones en Bolsa, fácil de entender, más allá del análisis técnico y de la teoría académica.


   




Prólogo

Mucho se ha escrito acerca de cómo ser un buen inversionista bursátil, pero poco se ha dicho de cómo la personalidad del inversionista determina las decisiones que afectan su éxito en la Bolsa.
            Por ejemplo, cuando aprendí a bucear, deporte que también mi amigo Abel practicó, fue fácil entender la técnica pero fue difícil controlar la angustia y el miedo de sumergirme en el agua por primera vez y morir ahogado. Después de superar el miedo corres un riesgo más real, te llenas de confianza y olvidas las reglas básicas de seguridad… ¡Es mi personalidad la que determina estas decisiones  equivocadas que me ponen en riesgo! Igual nos sucede con las inversiones.
            Por eso, y porque lo conozco desde la infancia, le sugerí el subtitulo de este libro: “Memorias de un inversionista esquizoide”.  ¡Y vaya que lo es!
              Pero no me hizo caso.

Prólogo espontáneo por un distinguido amigo del autor que pidió omitir su nombre



jueves, 19 de julio de 2018

jueves, 21 de junio de 2018

Cuentos blasfemos (IV)



­Top secret


Desde el año 2050, denominado año D, en que sucedió la Tercera Guerra Mundial, los sobrevivientes constituyeron un solo país en el mundo que abarcó la totalidad de los cinco continentes. Se prohibió la práctica de toda religión o credo, con fuertes castigos a quienes violaran esta ley mundial. Sin embargo, surgieron grupos clandestinos que defendían y propagaban algunas de las religiones existentes antes del año D.

Misión: Descubrir el líder del complot cristiano —Misión encomendada por P—

Espía: Agente especial 009 del Servicio de Inteligencia Mundial

Fecha: 21/2/2068

Informe:
El agente Abel Bond, reconocido mundialmente como 009, a partir de la información ultrasecreta suministrada por P, ubica a los dos sospechosos en la zona de comidas del viejo Centro Comercial San Nicolás, Rionegro, antiguo Departamento de Antioquia, antigua República de Colombia, Sudamérica, ayer a las 1.030. Se sienta en una mesa cerca a ellos:
Dos varones, uno más joven que el otro, ninguno mayor de treinta y cinco años; sentados en sendas sillas plásticas de color blanco uno frente al otro, con una mesa rectangular de por medio, con dos pares de sillas en cada lado. Ambos toman café en vasitos de papel encerado y comen un pastelito cada uno. El hombre mayor, cuya característica sobresaliente es una cabeza recién afeitada o tusada como recluta en calabozo, y cuidadosamente rasurado, luce un enorme, pero no muy fino, reloj de correa negra; viste buzo negro con rombos blancos y bluyín o pantalón vaquero (como escriben los traductores más refinados) desteñido; calza tenis negros. En conjunto, una ortodoxa combinación para alguien que quiere pasar como sobrio y de buen gusto. El hombre menor, quien no supera los treinta años de edad, tiene el cabello corto recién peluqueado con máquina de barbería; con sencilla camiseta verde limón sin cuello, exhibe por fuera de esta una cadenita con crucifijo dorado (evidencia de que el sospechoso practica la antigua religión cristiana), lleva bluyín oscuro; calza tenis de color azul con adornos anaranjados y cordones negros metódicamente atados; no tan pulcramente afeitado como su compañero, se le nota barba de un día.
Ambos de piel trigueña clara y de estatura mediana, casi pareja, un par de centímetros más alto el sujeto mayor.  Colombianos sin duda por su acento, probablemente antioqueños. La conversación, que solo un oído entrenado como el del agente 009 puede escuchar, gira sobre un grupo eclesiástico católico, siendo el mayor quien expone con claro dominio, mientras el menor escucha con atención e interpela poco. Luego de casi una hora de conversación, se paran y se van caminando juntos por el pasillo izquierdo que lleva a los almacenes del segundo piso.
El agente Abel Bond, reconocido mundialmente como 009, sigue al par de sujetos confiado en que lo lleven hasta la guarida donde podrá identificar a los demás insurgentes.
Los suspicaces tipos, que miran por doquier, no descubren que los sigue el entrenado agente 009. Salen del viejo Centro Comercial, cruzan la calle y, acelerando el paso, caminan en dirección al recientemente reconstruido Puente de la Calle de la Madera. Al pasar el puente, giran a su izquierda y se entremezclan con el gentío que transita entre los toldos del bazar de la Calle de la Madera. Pese a la muchedumbre, no logran evadir al veterano agente Abel Bond, reconocido mundialmente como 009.
Finalmente ingresan a una vetusta carpintería. El agente 009, haciendo gala del antiguo truco de simular ser un cliente, atraviesa la verja de hierro y entra al establecimiento. Sorpresivamente, unos ágiles sujetos que no alcanza a distinguir por la velocidad del ataque, le ponen una capucha y lo sujetan con fuerza de los brazos. Deben ser como una docena de hombres porque si fueran menos, el superentrenado agente Abel Bond, reconocido mundialmente como 009, los derrotaría en combate cuerpo a cuerpo. Pero 009 utiliza otro antiguo truco: se somete sin ofrecer resistencia, con el fin de descubrir a todos los insurgentes y su base de operaciones.
Lo conducen por entre pasillos. Como no puede ver nada por la capucha, afina su entrenado olfato, percibe un fuerte olor a madera. De repente, le quitan la capucha y descubre frente a él a los dos sospechosos que seguía con gran sigilo, a P y a la señorita Moni Pi (ex agente 008), recientemente jubilada. Los cuatro le muestran un ponqué envinado con una velita encendida, en forma de número 104, y le gritan al unísono: —¡Sorpresa!
El agente Abel Bond, reconocido mundialmente como 009, se jubila ese día del Servicio de Inteligencia Mundial al cumplir la edad estipulada en la nueva ley de pensiones.
Se da por finalizada la misión a las 1.145

Recomendaciones:
Primera: en futuras misiones, el espía debe evitar ubicarse a menos de cinco metros de distancia del objetivo y no mirar muy persistentemente a ninguno de los  sujetos o sospechosos, pues puede ser descubierto (que no fue el caso de 009) o malinterpretada su mirada (sin comentarios).
Segunda: no olvidar cargar un lapicero (que no fue el caso de 009) y una libreta de apuntes (que sí fue el caso de 009, viéndose obligado a escribir sobre una factura tipo tirilla de supermercado). Tampoco olvidar las gafas (pequeño inconveniente que superó 009, pidiendolas prestadas a una anciana de la mesa contigua).
Tercera: no olvidar cuándo es el día del cumpleaños 104. 

Firma: 
Agente especial Abel Bondreconocido mundialmente como 009, jubilado... forzosamente.


Cuento escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia.   cpatricia.escobar@gmail.com

domingo, 13 de mayo de 2018

Memorias vagabundas II (relato)

Omnisciencia


Para los niños desde hace poco, para los adultos jóvenes desde hace algún tiempo, para los ancianos desde hace mucho tiempo; para mí desde hace algo más de cincuenta y cuatro años, que guardo el primer recuerdo de esta vida. Uno, el primero, el que me hizo consciente de que todo era real y era posible en este mundo, al que por cierto no recuerdo haber solicitado venir, y que jamás se borró de mi memoria, el que cada vez que repaso me parece más nítido y cercano.
Recién nacido, ya podía ver a color con mis ojos de bebé y reconocerme como ser viviente, por lo que un ligero cálculo me ubica entre mayo y agosto de 1964. Era de día y estaba asegurado entre almohadas en la cama matrimonial de mis padres, en una calurosa habitación que trataban de refrescar con un ventilador de techo; a mi derecha la puerta y, un par de metros más adelante, otra que daba acceso a mi verdadera habitación, la patéticamente adecuada con adornos infantiles, donde estaba la vieja cuna familiar de madera en la  que mecieron a decenas de tíos y primos, y ahora era el incómodo teatro donde mis orgullosos padres hacían alarde de su primogénito, protagonista obligado.  Sí, hasta allá y en cualquier instante de aquellos días, vi lo que archivé en mi cerebro como el más lejano recuerdo de mi vida.
Estando pues acuñado entre almohadas, bocarriba y con solo un blanco pañal de algodón por vestimenta, más para evitar horrorosos accidentes fisiológicos que para cubrir las tres pruebas de mi masculinidad, tres cositas que mi papá se encargaba de descubrir a los visitantes sin siquiera consultarme, escuché extrañas voces: voces como susurros que se mezclaban entre sí, inentendibles, claro que a esa edad todas las palabras son inentendibles, pero estas eran diferentes a las de los hombres y mujeres que con sus babosos cuchicheos me importunaban. Eran unos bisbiseos o murmullos cuyo origen buscaron mis jóvenes ojos con curioso afán y, justo ahí, en el espacio que separaban las dos puertas a mi derecha, vi tres figuras antropomórficas, difusas, blancas e irreconocibles, que ahora puedo calificar de espectrales, pero no atemorizantes. Los tres seres que sin lugar a dudas no eran humanos, los que jamás volví a ver ni a escuchar, estaban al lado de la cama mirándome y susurrando entre sí, en su excepcional lenguaje de otro mundo o de ultratumba, vaya uno a saber.
Las tres figuras me acompañaron durante largo rato, porque no había nadie en la habitación, pese a que mi mamá era algo sobreprotectora no andaba cerca, ni las dos empleadas domésticas ni mi perro guardián Chester, aquella casa era enorme y quién sabe dónde andaban, quizás el Cosmos estaba confabulado. No supe si esos seres de luz, como los llaman algunos, cuidaban de mí o pretendían decirme algo, tampoco supe si eran ángeles o fantasmas, pero sí intuí que no querían hacerme daño. Nada hicieron ni me comunicaron. Finalmente, se desvanecieron y quedé de nuevo solo, en un silencio envuelto por el ronroneo del motor eléctrico del ventilador.
Sin embargo, ellos sí me revelaron algo aquel día, el primero del que tengo consciencia: que había más de una realidad, la de este mundo y la de otro invisible. Me enseñaron que todo es real y posible, me estimularon a conocer diversas ciencias y materias, la omnisciencia.

©2018, Abel Carvajal


Relato escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia
cpatricia.escobar@gmail.com

domingo, 29 de abril de 2018

Memorias vagabundas (crónica)

El día de Chester


Por: Abel Carvajal

El 20 de octubre de 2002, Isabel y yo, como cada domingo en la mañana desde que éramos novios, fuimos en mi carro hasta el Mall Llanogrande en Rionegro (Antioquia) desde donde caminaríamos por aquellas verdes veredas. Al  aparcar el carro descubrimos un perro de pelaje blanco en lamentables condiciones: flaco, ensangrentado y con una herida abierta en la cola. Pero lo más triste era el temor que mostraba hacia los humanos, agachaba la cabeza y metía su cola entre las patas cuando le hablábamos o tratábamos de acercarnos a él.
Nos compadecimos y decidimos darle algo de comer. Isabel corrió al supermercado que en aquellos días existía allí y compró una bolsa de leche. Como no tenían en qué servírsela, fui al kiosco de café a cuya dueña conocía, doña Liliam. Ella me contó que el perro llevaba más de dos semanas vagando por los alrededores y sin dueño aparente, quizás extraviado o abandonado adrede a su suerte por un desalmado dueño o se había escapado de alguna finca por el maltrato del mayordomo, y me invitó a adoptarlo.
El perro venció el miedo a los humanos por el hambre; se acercó hasta la leche que le habíamos servido en el plato de plástico que doña Liliam me regaló, mientras lo acariciábamos para tranquilizarlo.
Bebió con apetito desaforado la leche. Entretanto yo dudaba si debía o no adoptarlo, Isabel me insistía en que sí, pues debido a mis obligaciones laborales no dormía todos los días en mi casa de Rionegro, donde vivía solo. ¿Cómo haría para no dejar solo al perro?, alguien debía alimentarlo, cambiarle el agua, etc.
Una emperifollada señora que tomaba café en el kiosco mientras observaba todo decidió animarnos a adoptar al desventurado perro, ofreciendo pagar los gastos de la médica veterinaria, que ella misma llamaría por su celular, pues ella quería adoptarlo pero decía que ya tenía veintiún perros recogidos en su finca y que si llevaba uno más su marido la dejaría.
Sorprendido ante aquel ofrecimiento acepté llevarlo a la veterinaria de la gentil señora pero adviertiendo que yo pagaría los gastos. La dama se negó rotundamente, insistió argumentando que era el obsequio que quería darle al perro.
Pese a que era domingo, ante la llamada de aquella “filántropa canina”, la médica veterinaria acudió a su consultorio donde atendió al perro, el que gracias a otro persuasivo plato de leche logramos encaramar al automóvil para llevarlo.
La veterinaria diagnosticó que el perro, un labrador retriver dorado de aproximadamente dieciocho meses de edad, estaba a punto de padecer una mortal septicemia causada por heridas con un machete  o alguna herramienta cortante probablemente. La peor era la herida a la altura del nacimiento de la cola, supurante y con gusanos. No garantizaba salvar al perro, pero lo intentaría con un tratamiento con antibióticos inyectados durante dos semanas, que empezaría ese mismo día y que yo continuaría aplicando.
Me lo llevé a casa con los medicamentos y las jeringas; estrenó traílla, collar, platón para comida, un bulto de concentrado y un nuevo nombre: Chester. El mismo del primer perro que tuve cuando niño.
Pero el problema que me hacía dudar en adoptarlo no lo había resuelto y, adicionalmente, alguien debía inyectarle el antibiótico necesario.
La solución apareció en el acto, como enviada por la Divina Providencia. Uno de mis vecinos, quien tenía un viejo perro de talla mediana y de raza inidentificable, al vernos llegar ese domingo en la tarde con Chester, se interesó. Sin vacilar se ofreció a cuidarlo e inyectarlo durante mi ausencia.
Ese día y al siguiente, lo saciamos de cariño, concentrado, carne y sopa, más la inyección y asepsia de rigor. Al tercer día, el martes, cuando Isabel regresó a Medellín y yo debí partir a mis labores fuera de Rionegro, Chester quedó al cuidado de mi cordial vecino.
El jueves en la tarde, cuando regresé, Chester me saludó con tal efusividad que me sorprendió. Jugamos con una pelota de tenis que le llevé. Caricias, mimos, conversaciones íntimas entre la voz humana y el movimiento de la cola, entre miradas profundas, brincos y risas. Chester estaba tan traumatizado, que no ladraba. Al rato, recordé que la veterinaria me había advertido que algunos perros callejeros tendían a escaper. Decidí probar suerte: abrí la reja que daba a la calle e inclinándome hacia sus triangulares orejas, le susurró: –Chester, si quieres te vas, pero si te quedas siempre tendrás alimento,  techo donde dormir y un amigo que te cuidará.
Chester de inmediato, como si hubiera entendido, se aferró con sus patas delanteras a mi brazo derecho. Así, aquella tarde, quedó sellada la amistad eterna entre Chester y yo.
En corto tiempo Chester ladró de nuevo y  mostró la magnificencia de su raza. Sí, se convirtió en un fornido y noble ejemplar, cuyo pelambre blanco consecuencia de la desnutrición se matizó en crema áurea.


Isabel y yo nos casamos tres años después, con Chester como paje, y hasta corbatín lució en la foto. Ahora Chester pertenecía a una manada de tres. No obstante también tuvo su propia prole, pues pocos años después fue solicitado por dos diferentes criadores para que prestase sus servicios como semental. Así, en dos ocasiones diferentes con sendas seductoras damiselas de alto y puro linaje de su raza, engendró un total de veinte bellos cachorros, dignos de un comercial de televisión. Once hijos con la primera y nueve con la segunda. Por lo que puedo afirmar hoy, casi dieciséis años después del día en que lo adopté, que Chester es el padrón de los numerosos labradores que corretean por los valles y montañas del Oriente Antioqueño y hasta más allá.
Festejábamos cada 20 de octubre como el día de Chester, con modestos banquetes pero en el que no faltaban galletas y exquisiteces cárnicas, que celebramos con sus mejores perros amigos como invitados.
Chester durmió para la eternidad en la mañana del 29 de abril de 2015 en nuestras manos, en el mismo consultorio en el que fue atendido el día de su adopción por la misma veterinaria, Gladys Giraldo, la única doctora de perros que lo atendió desde aquel inolvidable día de su adopción, el día de Chester. Él se llevó un pedazo de mi corazón, aún lo extraño.


Crónica escrita por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar, El Retiro, Antioquia, Colombia
cpatricia.escobar@gmail.com

martes, 10 de abril de 2018

Cuentos blasfemos (III)

Caperuza

Señor cazador:

Le escribo esta carta para agradecerle que me haya rescatado de la apestosa panza del lobo. Usted llegó justo a tiempo, mi abuelita y yo nos estábamos asfixiando y ahogando entre aquellos asquerosos fluidos gástricos. Mi cabello, que el día anterior había lavado y peinado mi madre con tanto esmero, quedó hecho un desastre.
Hablando de mi madre, ella también le da las gracias por salvarme, soy su única hija. Confieso que la idea de esta carta es de ella, pues a mí eso de la pluma y las esquelas no va con mi personalidad, soy más bien una chica cool. Y no le haga caso a ella, señor cazador, que mi nombre no es Caperucita, mi verdadero nombre es Caperuza; así, sin el diminutivo, que es tan “fasti fasti”. Usted sabe cómo son las madres y abuelas de intensas y melosas, pero ya estoy grande como para que me traten como a una niña. El mes pasado, el día 13 (para que no lo olvide el año entrante y los siguientes, ¡eh!) cumplí los doce años. Así que ya no soy una niña y, “por fa”, llámeme Caperuza, please, ¿sí? Odio que me digan Caperucita.
¡Ah, y la capa roja la detesto! Fue un regalo de mi abuelita, de esos que nos decepcionan pero hay que fingir con sonrisa a flor de labios que nos encantan, por lo que mi mamá ese nefasto día, me obligó a ponérmela, para que me la viera puesta cuando le llevara la canasta con el almuerzo. Es que ella estaba enferma, mi abuelita, no mi mamá… aunque mi mamá también, creo que es una neurótica obsesiva compulsiva, pero eso es otro cuento. Me explico: que mi abuela viera la capa roja, no el almuerzo. Claro que la pobre está tan cegatona que confunde a un lobo colmilludo con su linda nieta, como ya se habrá dado cuenta.
Menos mal que ella, mi abuelita, es flaca (por puntillosa que es con la comida, aunque algo de razón tiene, porque mi mamá está lejos de ganarse un premio de gastronomía) pues de lo contrario nos hubiera encontrado a las dos aplastadas en la barriga de aquél lobo malo. Aquellos minutos fueron eternos para nosotras, hasta que usted llegó.
Una preguntica, señor cazador: ¿Usted es casado? ¿Un cazador casado? ¡Ji, ji, ji! Se ve muy joven todavía. Digo, no es que esté muy joven, sino que para su edad se ve muy joven, pero no quiero decir que sea viejo y se vea joven, quiero más bien decir que es joven pero no tan joven como para poder cargar un arcabuz. Bueno, lo pregunto porque si no lo está, casado digo, en cuatro años estaré disponible… ¡Ji, ji, ji!
También le agradezco que se haya hecho el de la vista gorda cuando arrojé la bendita capa al río, con esa odiosa capucha, después de que usted lanzó al lobo con piedras en la barriga para que se hundiera. ¡Ay!, la capa roja se fue flotando río abajo, espero que nadie la saque, la vaya a identificar y se le ocurra devolverla a mi mamá. Si usted, señor cazador, la encuentra, quémela, “por fa”, no quiero sufrir de estrés postraumático.
A mi mamá no le importó la pérdida de la capa esa, pero sí le importó que le hubiera desobedecido al irme por el atajo del bosque en lugar de seguir por el camino real hasta la cabaña de la abuelita. Me había advertido de los peligros del atajo, pero ella me conoce; ¿qué puedo hacer yo con una curiosidad tan grande en un cuerpo tan pequeño? Claro que ella exagera, usted sabe, las mamás nos ven a las hijas como niñas desprotegidas aunque estemos mayores, ¡ya tengo doce años, caracoles!
Acepto que la desobedecí al tomar el peligroso atajo por entre el bosque, ¡y qué!, no me dio miedo. Hasta me pareció simpático el lobo aquel cuando me habló, no obstante algo patético al querer jugar a las escondidas conmigo, como si yo fuera una niñita todavía. ¿Es que acaso nadie ve que ya soy casi una mujer? Ya cumplí doce años. Recuerde que en cuatro más estaré disponible para matrimoniar. ¿Le he dicho que me gustan los valientes cazadores? ¡Ji, ji, ji!
Volviendo al patético cuadrúpedo, que a propósito, tenía un insufrible aliento que lo delataba a varias leguas de distancia, creí haberlo engañado, pues pensé que lo había perdido cuando fingí aceptar su propuesta de jugar a las escondidas y, apenas el muy menso se ocultó en el hueco de un viejo árbol, huí corriendo… Pero con esa narizota pescó el aroma de mi abuelita, pues ya estaba cerca a su cabaña. Es que, aquí entre nos, señor cazador, mi abuela no es muy dada al agua y al jabón, supongo que debido a una incipiente demencia senil que hace que a los ancianos poco les importe el aseo personal.
Hablando de la buena presentación, señor cazador, ¿me acepta un consejo estilístico? Aféitese ese bigote, ya los mostachos están pasados de moda y se vería más provocativo sin él, digo, atractivo. ¡Ya se me pegó el lenguaje del lobo, caracoles!
En fin, señor cazador, no lo canso más, y disculpe el uso y hasta el abuso de los evocativos, pero quise darle un toque caracterizado a esta misiva, menos pueril, pues ya tengo doce años y soy una mujercita, no una niña tonta sin personalidad definida. Bueno, quisiera escribirle más cosas, pero se habrá dado cuenta que soy algo introvertida y poco inclinada a escribir. Mejor me despido, porque ya me duele la mano por garrapatear con esta pluma de verdulera. Solo quería darle las gracias por salvarme, y también a mi “abue”.
Un besito,

Caperuza

P.D.: ¡Son solamente cuatro años más, eh! Digo, si no está casado. Es que hoy en día los hombres interesantes y valientes son tan contados como los días de vacaciones del “cole”.


©Abel Carvajal, 2018.


Cuento escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia. 
cpatricia.escobar@gmail.com

miércoles, 14 de marzo de 2018

Cuentos blasfemos (II)

El día en que Stephen Hawking descifró el Universo



En su memoria, quien creemos habría disfrutado este cuento.


El miércoles 14 de marzo de 2018 a los 76 años muere el astrofísico Stephen Hawking en su casa en Cambridge, Inglaterra. Famoso, entre otras cosas, por su ateísmo. En el instante estelar de la muerte de su cuerpo y del desprendimiento de su espíritu, o del renacimiento a la otra vida, descifró el Universo:
–¡Oh, entonces sí existe un Universo más allá del que vemos! Qué inmensidad esta extensión del Universo donde no existe el tiempo y la materia, es infinitamente más grande que el universo físico. Sí existe la Eternidad, la vida más allá de la muerte… y… y Dios.  ¿Claro, cómo no lo vi? Si seríamos inmateriales en la siguiente vida, el espíritu al ser como la luz debía ser inmortal, tal y como los fotones que al viajar a la velocidad de la luz no les pasa el tiempo... Necesito un té.
Por eso los creyentes decían que los Ángeles eran Seres de Luz. Hmmm… Como el Universo no tiene fronteras, sigo dentro del Universo, pero no existe el vector tiempo, no hay un antes ni un después, sólo el eterno presente, un eterno absoluto... ¿Quién es ese que va flotando por ahí?  ¡Hey, Spinoza! Ven acá… 
¿Dónde podemos tomar un té?
Qué té más delicioso y qué galletas, saben a gloria celestial.
¡Válgame Dios, es el eterno presente la manera de viajar en el tiempo, por supuesto! Mira nada más cómo se ve todo el pasado y todo el futuro del Universo, me refiero al de las Formas y del Tiempo. ¡Carajo, la inteligencia de Dios no tiene parangón!
Sí, hombre, lo acepto. Él existe y… 
Sí, lo sé amigo Spinoza, se lo debo agradecer, Él fue muy generoso al regalarme un pedacito de su inteligencia y, ahora, también entiendo para qué me aprisionó en un cuerpo con esa insufrible enfermedad, tal y como un monje en la soledad de su ermita...  
Hombre, ya sé que dije y escribí esas tonterías. Me arrepiento de… de mi arrogancia, que espero no sea un pecado mortal.
¿Ya me perdonó? ¡Oh Dios, muchas gracias! 
Además de inteligencia infinita ciertamente es puro amor y misericordia. Entonces podremos seguir hablando sin afanes, Spinoza. ¿Sabes dónde andará  Einstein?
¡Qué, no lo puedo creer! ¡Ja, ja, ja…! Jugando a los dados con Dios, el viejo zorro. ¡Me refiero a Einstein, eh! Quien saca el número mayor gana la apuesta, y… ¡Ja, ja, ja…! ¿Einstein lo hace muy bien? ¡Ja, ja, ja…! Tiene una pila de bosones de Higgs, mientras que a Dios, que está un poco preocupado, solo le quedan dos o tres bosones... ¡Ja, ja, ja…! Eso lo tengo que ver.
¿Y que Schrödinger se divierte viendo la partida mientras acaricia a su gato? Voy a morir de nuevo de la risa… ¡ja, ja, ja…! ¿Schopenhauer dice que el animalito está medio muerto mientras Leibniz dice que está medio vivo? ¡Y Todos se juntan para ver jugar a los dados a Dios con Einstein! No me digas más, no me digas más.
El único inteligente de todos nosotros fue Pascal. ¿Por qué no le hicimos caso a su pinche apuesta? Me gustaría hablar con Sagan, un colega mío neoyorquino. Debió llegar aquí a finales de 1996.
¿Carl Sagan está filmando la nueva serie Cosmos Celestial? ¿Cómo dices, es que aquí hay televisión?
¿Aquí la inventaron? Creí que habían sido los alemanes para Hitler... 
¡Ups, perdón! No sabía que no debía mencionar aquí ese nombre, Sorry.
Ah, ya entiendo por qué a todo el mundo le fascina la bendita tv. ¡Dios mío, si aquí la tienen en televisores invisibles y en cuatro dimensiones! Todo se ve en tamaño real y ven en vivo tanto el pasado como el presente, nunca lo hubiera imaginado. Así que pueden ver toda la vida de cada uno de los miles de millones de humanos que habitaron la Tierra, con razón saben…  ¡Hey, eso es privado! Eres un viejo morboso. ¿Acaso aquí no hay reglas para respetar la privacidad humana?
Sí, una broma. ¡Cómo no!
¡Uhg! ¿Ese es el futuro que le espera a la humanidad? Mejor cambia de canal, hombre. Ya me dejaste preocupado.


©2018, Abel Carvajal. Con la colaboración del Ing. Tony Peñarredonda.
Derechos de autor liberados, puede reproducirse en cualquier medio citando siempre a los autores.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Cuentos blasfemos


El síndrome


Lunes, 19 de febrero.

¡Cómo me acosa Patricia, quiere más cuentos para el libro!
Me molestó que ella, al finalizar la reunión en su suntuosa oficina de la editorial, se atreviera a insinuar que estoy atravesando el “síndrome de la página en blanco”. Aquello que dicen les pasa a los escritores, lo de no saber qué escribir…  Nunca me ha sucedido el pinche síndrome ese, jamás en la vida, qué le pasa a esa mujer. Ni siquiera sé qué se siente estar frente a una página en blanco y no ser capaz de inventar un puñetero cuento, pues los escribo en cuestión de minutos. Las ideas me llueven torrencialmente hasta inundar mi mente, ¡me canso! 
¿De dónde sacaría Patricia semejante idea de que estoy atravesando el síndrome ese? ¡No me conoce, carajo! Después de tantos años como mi editora no me conoce, eso sí me decepciona y me enoja.
Si supiera que me basta con mirar un dibujo o una foto o hasta un gato tuerto o un perro gocho para ¡zas!... imaginar un cuento sin siquiera parpadear.
Se lo demostraré aquí mismo, en esta página de mi diario. Ya verás, afanosa editora, el cuento que a continuación te escribiré, será quizás uno de los mejores que me hayas editado, y lo imaginaré en par minutos… Ya mismo, a continuación.
Síndrome de la hoja en… ¡Ah, no faltaba más! Qué equivocada estás mi queridita Patricia. 
–Toma, léelo –le diré al poner este cuento sobre su pomposo escritorio y agregaré pausadamente–: todos los días te traeré uno diferente.
Veré qué cara pone. Aquí va pues el de hoy, un cuento corto. Sí, uno corto que la descreste. Aquí va… ¡Ya mismo lo escribo, de un tirón! 
Aquí va:
Sí, aquí…
Bueno, mejor lo dejo para mañana, tengo sueño y está tarde. Esa reunión me dejó agotado. No pienso con claridad de noche.




El plan


En cierto lugar de la llanura africana, un elefante, cada vez que despertaba en las mañanas, se encaminaba a beber agua de un lago. En su marcha, por el acostumbrado camino que transitaba todos los días, aplastaba un hormiguero con sus patas. Así cada mañana.
Las hormigas que habitaban aquel hormiguero, las más diminutas de su especie, cansadas de reconstruirlo día tras día después del paso del enorme paquidermo, realizaron una asamblea general para encontrar una solución al problema.
Se escucharon muchas propuestas de diferentes hormigas, desde emigrar a otro lugar hasta la de secar el agua del lago, pero una propuesta les pareció mejor: Asesinar al elefante. Sí, matarlo, eliminar al enemigo, la morte, death… ¡elephant kill! Que todos en la llanura supieran que eran chiquitas pero peligrosas.
¿El plan? A la mañana siguiente cuando el maldito gordinflón pisara el hormiguero, todas, que eran un millón de hormigas exactamente, se le echarían encima y con sus mortales tenazas lo acribillarían hasta dejarlo tendido. Luego, lo cubrirían de cemento fresco y cuando se secara lo arrojarían al lago, para no dejar evidencia.
Sucedió que a la mañana siguiente el elefante, como de costumbre, apareció y ¡pum, pam, pum! Con sus gigantescas patas aplastó el hormiguero. En ese instante, el millón de hormigas, todas se le treparon y pronto cubrieron el cuerpo del gran paquidermo.
El elefante sintió un leve cosquilleo por las tenacitas de las hormigas y se sacudió.
Todas cayeron al suelo, todas menos una que quedó prendida de la nuca del inmenso elefante africano. 
Cuando las demás desde el suelo la divisaron, las novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve hormiguitas, le gritaban a la que aún colgaba:
–¡Ahórcalo, ahórcalo, ahórcalo…! 



Cuentos escritos por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar cpatricia.escobar@gmail.com ,  El Retiro, Antioquia, Colombia. 

Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...