martes, 10 de abril de 2018

Cuentos blasfemos (III)

Caperuza

Señor cazador:

Le escribo esta carta para agradecerle que me haya rescatado de la apestosa panza del lobo. Usted llegó justo a tiempo, mi abuelita y yo nos estábamos asfixiando y ahogando entre aquellos asquerosos fluidos gástricos. Mi cabello, que el día anterior había lavado y peinado mi madre con tanto esmero, quedó hecho un desastre.
Hablando de mi madre, ella también le da las gracias por salvarme, soy su única hija. Confieso que la idea de esta carta es de ella, pues a mí eso de la pluma y las esquelas no va con mi personalidad, soy más bien una chica cool. Y no le haga caso a ella, señor cazador, que mi nombre no es Caperucita, mi verdadero nombre es Caperuza; así, sin el diminutivo, que es tan “fasti fasti”. Usted sabe cómo son las madres y abuelas de intensas y melosas, pero ya estoy grande como para que me traten como a una niña. El mes pasado, el día 13 (para que no lo olvide el año entrante y los siguientes, ¡eh!) cumplí los doce años. Así que ya no soy una niña y, “por fa”, llámeme Caperuza, please, ¿sí? Odio que me digan Caperucita.
¡Ah, y la capa roja la detesto! Fue un regalo de mi abuelita, de esos que nos decepcionan pero hay que fingir con sonrisa a flor de labios que nos encantan, por lo que mi mamá ese nefasto día, me obligó a ponérmela, para que me la viera puesta cuando le llevara la canasta con el almuerzo. Es que ella estaba enferma, mi abuelita, no mi mamá… aunque mi mamá también, creo que es una neurótica obsesiva compulsiva, pero eso es otro cuento. Me explico: que mi abuela viera la capa roja, no el almuerzo. Claro que la pobre está tan cegatona que confunde a un lobo colmilludo con su linda nieta, como ya se habrá dado cuenta.
Menos mal que ella, mi abuelita, es flaca (por puntillosa que es con la comida, aunque algo de razón tiene, porque mi mamá está lejos de ganarse un premio de gastronomía) pues de lo contrario nos hubiera encontrado a las dos aplastadas en la barriga de aquél lobo malo. Aquellos minutos fueron eternos para nosotras, hasta que usted llegó.
Una preguntica, señor cazador: ¿Usted es casado? ¿Un cazador casado? ¡Ji, ji, ji! Se ve muy joven todavía. Digo, no es que esté muy joven, sino que para su edad se ve muy joven, pero no quiero decir que sea viejo y se vea joven, quiero más bien decir que es joven pero no tan joven como para poder cargar un arcabuz. Bueno, lo pregunto porque si no lo está, casado digo, en cuatro años estaré disponible… ¡Ji, ji, ji!
También le agradezco que se haya hecho el de la vista gorda cuando arrojé la bendita capa al río, con esa odiosa capucha, después de que usted lanzó al lobo con piedras en la barriga para que se hundiera. ¡Ay!, la capa roja se fue flotando río abajo, espero que nadie la saque, la vaya a identificar y se le ocurra devolverla a mi mamá. Si usted, señor cazador, la encuentra, quémela, “por fa”, no quiero sufrir de estrés postraumático.
A mi mamá no le importó la pérdida de la capa esa, pero sí le importó que le hubiera desobedecido al irme por el atajo del bosque en lugar de seguir por el camino real hasta la cabaña de la abuelita. Me había advertido de los peligros del atajo, pero ella me conoce; ¿qué puedo hacer yo con una curiosidad tan grande en un cuerpo tan pequeño? Claro que ella exagera, usted sabe, las mamás nos ven a las hijas como niñas desprotegidas aunque estemos mayores, ¡ya tengo doce años, caracoles!
Acepto que la desobedecí al tomar el peligroso atajo por entre el bosque, ¡y qué!, no me dio miedo. Hasta me pareció simpático el lobo aquel cuando me habló, no obstante algo patético al querer jugar a las escondidas conmigo, como si yo fuera una niñita todavía. ¿Es que acaso nadie ve que ya soy casi una mujer? Ya cumplí doce años. Recuerde que en cuatro más estaré disponible para matrimoniar. ¿Le he dicho que me gustan los valientes cazadores? ¡Ji, ji, ji!
Volviendo al patético cuadrúpedo, que a propósito, tenía un insufrible aliento que lo delataba a varias leguas de distancia, creí haberlo engañado, pues pensé que lo había perdido cuando fingí aceptar su propuesta de jugar a las escondidas y, apenas el muy menso se ocultó en el hueco de un viejo árbol, huí corriendo… Pero con esa narizota pescó el aroma de mi abuelita, pues ya estaba cerca a su cabaña. Es que, aquí entre nos, señor cazador, mi abuela no es muy dada al agua y al jabón, supongo que debido a una incipiente demencia senil que hace que a los ancianos poco les importe el aseo personal.
Hablando de la buena presentación, señor cazador, ¿me acepta un consejo estilístico? Aféitese ese bigote, ya los mostachos están pasados de moda y se vería más provocativo sin él, digo, atractivo. ¡Ya se me pegó el lenguaje del lobo, caracoles!
En fin, señor cazador, no lo canso más, y disculpe el uso y hasta el abuso de los evocativos, pero quise darle un toque caracterizado a esta misiva, menos pueril, pues ya tengo doce años y soy una mujercita, no una niña tonta sin personalidad definida. Bueno, quisiera escribirle más cosas, pero se habrá dado cuenta que soy algo introvertida y poco inclinada a escribir. Mejor me despido, porque ya me duele la mano por garrapatear con esta pluma de verdulera. Solo quería darle las gracias por salvarme, y también a mi “abue”.
Un besito,

Caperuza

P.D.: ¡Son solamente cuatro años más, eh! Digo, si no está casado. Es que hoy en día los hombres interesantes y valientes son tan contados como los días de vacaciones del “cole”.


©Abel Carvajal, 2018.


Cuento escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia. 
cpatricia.escobar@gmail.com

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