domingo, 29 de abril de 2018

Memorias vagabundas (crónica)

El día de Chester


Por: Abel Carvajal

El 20 de octubre de 2002, Isabel y yo, como cada domingo en la mañana desde que éramos novios, fuimos en mi carro hasta el Mall Llanogrande en Rionegro (Antioquia) desde donde caminaríamos por aquellas verdes veredas. Al  aparcar el carro descubrimos un perro de pelaje blanco en lamentables condiciones: flaco, ensangrentado y con una herida abierta en la cola. Pero lo más triste era el temor que mostraba hacia los humanos, agachaba la cabeza y metía su cola entre las patas cuando le hablábamos o tratábamos de acercarnos a él.
Nos compadecimos y decidimos darle algo de comer. Isabel corrió al supermercado que en aquellos días existía allí y compró una bolsa de leche. Como no tenían en qué servírsela, fui al kiosco de café a cuya dueña conocía, doña Liliam. Ella me contó que el perro llevaba más de dos semanas vagando por los alrededores y sin dueño aparente, quizás extraviado o abandonado adrede a su suerte por un desalmado dueño o se había escapado de alguna finca por el maltrato del mayordomo, y me invitó a adoptarlo.
El perro venció el miedo a los humanos por el hambre; se acercó hasta la leche que le habíamos servido en el plato de plástico que doña Liliam me regaló, mientras lo acariciábamos para tranquilizarlo.
Bebió con apetito desaforado la leche. Entretanto yo dudaba si debía o no adoptarlo, Isabel me insistía en que sí, pues debido a mis obligaciones laborales no dormía todos los días en mi casa de Rionegro, donde vivía solo. ¿Cómo haría para no dejar solo al perro?, alguien debía alimentarlo, cambiarle el agua, etc.
Una emperifollada señora que tomaba café en el kiosco mientras observaba todo decidió animarnos a adoptar al desventurado perro, ofreciendo pagar los gastos de la médica veterinaria, que ella misma llamaría por su celular, pues ella quería adoptarlo pero decía que ya tenía veintiún perros recogidos en su finca y que si llevaba uno más su marido la dejaría.
Sorprendido ante aquel ofrecimiento acepté llevarlo a la veterinaria de la gentil señora pero adviertiendo que yo pagaría los gastos. La dama se negó rotundamente, insistió argumentando que era el obsequio que quería darle al perro.
Pese a que era domingo, ante la llamada de aquella “filántropa canina”, la médica veterinaria acudió a su consultorio donde atendió al perro, el que gracias a otro persuasivo plato de leche logramos encaramar al automóvil para llevarlo.
La veterinaria diagnosticó que el perro, un labrador retriver dorado de aproximadamente dieciocho meses de edad, estaba a punto de padecer una mortal septicemia causada por heridas con un machete  o alguna herramienta cortante probablemente. La peor era la herida a la altura del nacimiento de la cola, supurante y con gusanos. No garantizaba salvar al perro, pero lo intentaría con un tratamiento con antibióticos inyectados durante dos semanas, que empezaría ese mismo día y que yo continuaría aplicando.
Me lo llevé a casa con los medicamentos y las jeringas; estrenó traílla, collar, platón para comida, un bulto de concentrado y un nuevo nombre: Chester. El mismo del primer perro que tuve cuando niño.
Pero el problema que me hacía dudar en adoptarlo no lo había resuelto y, adicionalmente, alguien debía inyectarle el antibiótico necesario.
La solución apareció en el acto, como enviada por la Divina Providencia. Uno de mis vecinos, quien tenía un viejo perro de talla mediana y de raza inidentificable, al vernos llegar ese domingo en la tarde con Chester, se interesó. Sin vacilar se ofreció a cuidarlo e inyectarlo durante mi ausencia.
Ese día y al siguiente, lo saciamos de cariño, concentrado, carne y sopa, más la inyección y asepsia de rigor. Al tercer día, el martes, cuando Isabel regresó a Medellín y yo debí partir a mis labores fuera de Rionegro, Chester quedó al cuidado de mi cordial vecino.
El jueves en la tarde, cuando regresé, Chester me saludó con tal efusividad que me sorprendió. Jugamos con una pelota de tenis que le llevé. Caricias, mimos, conversaciones íntimas entre la voz humana y el movimiento de la cola, entre miradas profundas, brincos y risas. Chester estaba tan traumatizado, que no ladraba. Al rato, recordé que la veterinaria me había advertido que algunos perros callejeros tendían a escaper. Decidí probar suerte: abrí la reja que daba a la calle e inclinándome hacia sus triangulares orejas, le susurró: –Chester, si quieres te vas, pero si te quedas siempre tendrás alimento,  techo donde dormir y un amigo que te cuidará.
Chester de inmediato, como si hubiera entendido, se aferró con sus patas delanteras a mi brazo derecho. Así, aquella tarde, quedó sellada la amistad eterna entre Chester y yo.
En corto tiempo Chester ladró de nuevo y  mostró la magnificencia de su raza. Sí, se convirtió en un fornido y noble ejemplar, cuyo pelambre blanco consecuencia de la desnutrición se matizó en crema áurea.


Isabel y yo nos casamos tres años después, con Chester como paje, y hasta corbatín lució en la foto. Ahora Chester pertenecía a una manada de tres. No obstante también tuvo su propia prole, pues pocos años después fue solicitado por dos diferentes criadores para que prestase sus servicios como semental. Así, en dos ocasiones diferentes con sendas seductoras damiselas de alto y puro linaje de su raza, engendró un total de veinte bellos cachorros, dignos de un comercial de televisión. Once hijos con la primera y nueve con la segunda. Por lo que puedo afirmar hoy, casi dieciséis años después del día en que lo adopté, que Chester es el padrón de los numerosos labradores que corretean por los valles y montañas del Oriente Antioqueño y hasta más allá.
Festejábamos cada 20 de octubre como el día de Chester, con modestos banquetes pero en el que no faltaban galletas y exquisiteces cárnicas, que celebramos con sus mejores perros amigos como invitados.
Chester durmió para la eternidad en la mañana del 29 de abril de 2015 en nuestras manos, en el mismo consultorio en el que fue atendido el día de su adopción por la misma veterinaria, Gladys Giraldo, la única doctora de perros que lo atendió desde aquel inolvidable día de su adopción, el día de Chester. Él se llevó un pedazo de mi corazón, aún lo extraño.


Crónica escrita por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar, El Retiro, Antioquia, Colombia
cpatricia.escobar@gmail.com

martes, 10 de abril de 2018

Cuentos blasfemos (III)

Caperuza

Señor cazador:

Le escribo esta carta para agradecerle que me haya rescatado de la apestosa panza del lobo. Usted llegó justo a tiempo, mi abuelita y yo nos estábamos asfixiando y ahogando entre aquellos asquerosos fluidos gástricos. Mi cabello, que el día anterior había lavado y peinado mi madre con tanto esmero, quedó hecho un desastre.
Hablando de mi madre, ella también le da las gracias por salvarme, soy su única hija. Confieso que la idea de esta carta es de ella, pues a mí eso de la pluma y las esquelas no va con mi personalidad, soy más bien una chica cool. Y no le haga caso a ella, señor cazador, que mi nombre no es Caperucita, mi verdadero nombre es Caperuza; así, sin el diminutivo, que es tan “fasti fasti”. Usted sabe cómo son las madres y abuelas de intensas y melosas, pero ya estoy grande como para que me traten como a una niña. El mes pasado, el día 13 (para que no lo olvide el año entrante y los siguientes, ¡eh!) cumplí los doce años. Así que ya no soy una niña y, “por fa”, llámeme Caperuza, please, ¿sí? Odio que me digan Caperucita.
¡Ah, y la capa roja la detesto! Fue un regalo de mi abuelita, de esos que nos decepcionan pero hay que fingir con sonrisa a flor de labios que nos encantan, por lo que mi mamá ese nefasto día, me obligó a ponérmela, para que me la viera puesta cuando le llevara la canasta con el almuerzo. Es que ella estaba enferma, mi abuelita, no mi mamá… aunque mi mamá también, creo que es una neurótica obsesiva compulsiva, pero eso es otro cuento. Me explico: que mi abuela viera la capa roja, no el almuerzo. Claro que la pobre está tan cegatona que confunde a un lobo colmilludo con su linda nieta, como ya se habrá dado cuenta.
Menos mal que ella, mi abuelita, es flaca (por puntillosa que es con la comida, aunque algo de razón tiene, porque mi mamá está lejos de ganarse un premio de gastronomía) pues de lo contrario nos hubiera encontrado a las dos aplastadas en la barriga de aquél lobo malo. Aquellos minutos fueron eternos para nosotras, hasta que usted llegó.
Una preguntica, señor cazador: ¿Usted es casado? ¿Un cazador casado? ¡Ji, ji, ji! Se ve muy joven todavía. Digo, no es que esté muy joven, sino que para su edad se ve muy joven, pero no quiero decir que sea viejo y se vea joven, quiero más bien decir que es joven pero no tan joven como para poder cargar un arcabuz. Bueno, lo pregunto porque si no lo está, casado digo, en cuatro años estaré disponible… ¡Ji, ji, ji!
También le agradezco que se haya hecho el de la vista gorda cuando arrojé la bendita capa al río, con esa odiosa capucha, después de que usted lanzó al lobo con piedras en la barriga para que se hundiera. ¡Ay!, la capa roja se fue flotando río abajo, espero que nadie la saque, la vaya a identificar y se le ocurra devolverla a mi mamá. Si usted, señor cazador, la encuentra, quémela, “por fa”, no quiero sufrir de estrés postraumático.
A mi mamá no le importó la pérdida de la capa esa, pero sí le importó que le hubiera desobedecido al irme por el atajo del bosque en lugar de seguir por el camino real hasta la cabaña de la abuelita. Me había advertido de los peligros del atajo, pero ella me conoce; ¿qué puedo hacer yo con una curiosidad tan grande en un cuerpo tan pequeño? Claro que ella exagera, usted sabe, las mamás nos ven a las hijas como niñas desprotegidas aunque estemos mayores, ¡ya tengo doce años, caracoles!
Acepto que la desobedecí al tomar el peligroso atajo por entre el bosque, ¡y qué!, no me dio miedo. Hasta me pareció simpático el lobo aquel cuando me habló, no obstante algo patético al querer jugar a las escondidas conmigo, como si yo fuera una niñita todavía. ¿Es que acaso nadie ve que ya soy casi una mujer? Ya cumplí doce años. Recuerde que en cuatro más estaré disponible para matrimoniar. ¿Le he dicho que me gustan los valientes cazadores? ¡Ji, ji, ji!
Volviendo al patético cuadrúpedo, que a propósito, tenía un insufrible aliento que lo delataba a varias leguas de distancia, creí haberlo engañado, pues pensé que lo había perdido cuando fingí aceptar su propuesta de jugar a las escondidas y, apenas el muy menso se ocultó en el hueco de un viejo árbol, huí corriendo… Pero con esa narizota pescó el aroma de mi abuelita, pues ya estaba cerca a su cabaña. Es que, aquí entre nos, señor cazador, mi abuela no es muy dada al agua y al jabón, supongo que debido a una incipiente demencia senil que hace que a los ancianos poco les importe el aseo personal.
Hablando de la buena presentación, señor cazador, ¿me acepta un consejo estilístico? Aféitese ese bigote, ya los mostachos están pasados de moda y se vería más provocativo sin él, digo, atractivo. ¡Ya se me pegó el lenguaje del lobo, caracoles!
En fin, señor cazador, no lo canso más, y disculpe el uso y hasta el abuso de los evocativos, pero quise darle un toque caracterizado a esta misiva, menos pueril, pues ya tengo doce años y soy una mujercita, no una niña tonta sin personalidad definida. Bueno, quisiera escribirle más cosas, pero se habrá dado cuenta que soy algo introvertida y poco inclinada a escribir. Mejor me despido, porque ya me duele la mano por garrapatear con esta pluma de verdulera. Solo quería darle las gracias por salvarme, y también a mi “abue”.
Un besito,

Caperuza

P.D.: ¡Son solamente cuatro años más, eh! Digo, si no está casado. Es que hoy en día los hombres interesantes y valientes son tan contados como los días de vacaciones del “cole”.


©Abel Carvajal, 2018.


Cuento escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia. 
cpatricia.escobar@gmail.com

Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...