viernes, 7 de junio de 2019

Por qué no fui científico

Por qué no fui científico


En momentos como éste, en que enciendo el fogón, para prepararle unos huevos abelianos ―mi famosa receta secreta que no revelaré― a mi esposa para el desayuno, pienso en por qué no fui científico. Es que de cuando en cuando, cuando estoy frente al fogón, y eso sucede en pocos cuándos, aun cuando el uso de tantos cuándos, con tilde o sin ella, no guste a cuanto sujeto lingüista me lea, suelo acordarme como ahora, mientras preparo estos huevos ―¡Epa, estoy olvidando la sal de ajo!―, de aquel día cuando ―el último cuando, lo prometo― en el inicio de mi adolescencia, sin querer, sin saber, sin proponérmelo y sin permiso de mi mamá, estuve cocinando betún. Sí, cocinando betún, del primero que se imagina, el que se usa para lustrar zapatos, porque los conocedores de la culinaria saben que hay otro betún, uno diferente que sí se usa en suculentas recetas de repostería, más conocido en los países centroamericanos: una mezcla de azúcar y clara de huevo batidas, con que se bañan muchas clases de pasteles y dulces. Pero el betún en cuestión, que en los setenta venía en latas circulares parecidas a la rueda de un carro de juguete, latas que por cierto eran difíciles de destapar, pese a una chapita que supuestamente facilitaba su abertura pero cuyo costo de usarla era el maltratarse los dedos, o peor, herirse en el empate entre la uña y la carne del dedo utilizado para tal fin, a veces dos dedos; por lo que, repito, el betún en cuestión al que me refiero, es para embolar ―no sé por qué le decíamos así, parecía un acto más asociado con empelotar o desnudar que con brillar o lustrar, aunque peor era el nombre de quien desempeñaba tal oficio: embolador, ¿un tipo que desnuda a otros?, pensaría un millennial― zapatos de cuero. Además de lo difícil y peligroso, para los dedos, que era destapar la bendita lata del betún, con frecuencia aquella pasta negra o marrón, dependiendo del color del zapato que nos pondríamos al día siguiente ―¡Ah, los tenis son el segundo mejor invento de las prendas de vestir, después del blue jean!― para ir al colegio, la encontrábamos reseca, agrietada y hasta hecha harina. ¡Zambomba…!, exclamábamos ―realmente la imprecación era otra, pero no la cito para que no me cuelguen por chapucero―, especialmente los más obsesivos con la limpieza; pues la embetunada sería más allá de los zapatos, se extendería no solo a las manos sino a la camiseta o al pantalón y, fijo, a la cara. Por eso terminé cocinando betún sin proponérmelo, lo recalco, no vaya y sea que dude de mi IQ o coeficiente intelectual, no obstante ese día mi mamá dudó, al igual que mis primos y mis hermanos y hasta nuestra querida empleada del aseo, ¡qué vergüenza! Pero la culpa no fue mía del todo, pues días antes del nefasto día señalado, leí en esos consejitos que algún “genio” escribe en las revistas sobre cómo solucionar problemillas domésticos, uno que recomendaba, para el betún resquebrajado, calentar la lata hasta que la pasta se derritiera y pulimentara o alisara  por sí sola. ¡Fácil, eh!  Más me demoré en cerrar aquella revista que en anunciar ―craso error― tan fabuloso descubrimiento a mis hermanos y al par de primos que nos visitaban durante esas vacaciones, y manos a la obra: abrí la llave de la pipeta de gas, puse sobre el fogón la lata de betún negro sin la tapa para poder observar la reacción química ―me sentí todo un  científico delante de mis hermanos y primos menores que me siguieron―, abrí la perilla correspondiente, raspé la cerilla contra la lija de la caja de fósforos y… ¡Zas! Encendí el fogón, iniciando el proceso descrito por el autor, que hoy llaman tip. ¿Qué creyó, qué había estallado el fogón y la cocina? Pues no, el consejo era correcto, solo que no advirtió el tiempo que debía durar tal proceso y… y… y…  ¡FUEGO, FUEGO, LA COCINA SE INCENDIA! Fue el primer grito que escuché de mi primo más pequeño. La llamarada que salía del betún fue sobrecogedora, sí, sobrecogedora para mis glándulas que se me subieron hasta el cuello ―las glándulas de abajo―. En ese instante descubrí que gozaba de sangre fría, lo primero que hice fue cerrar la válvula de la pipeta de gas;  descubrí que tenía madera de bombero, pero no manguera, pues las feroces llamaradas no se apagaron. Corrí por una escoba, en aquel tiempo eran de paja. ¡Sí, sí, sí, ya sé, ahora lo sé!, guárdese el calificativo, amable lector. Empujé la lata fuera del fogón, o lo que quedaba de ella. El problema se multiplicó, la lata cayó al suelo, el betún encendido se esparció por las baldosas de la impecable cocina y la escoba se convirtió en una antorcha olímpica, parecía la escoba turbojet de una bruja millenium  o la escoba Nimbus 2000 de Harry Potter. Cambié de opinión respecto a que tenía madera para ser bombero. Corrí hacia el patio con la tea, digo, la ex escoba, la tiré dentro de la poceta del lavadero que siempre estaba llena de agua y ¡Fsss!... salvado, yo, no la escoba. Pero dentro de la cocina continuaban los gritos de mis hermanos y primos; inútiles ellos y estresantes sus alaridos, nunca más los volvería a invitar a mis experimentos, pensé. El betún sobre el piso seguía ardiendo con furia, corrí por el balde de aluminio que la empleada utilizaba para trapear, lo llené de agua bajo el grifo de la cocina, y ¡splash!... ¡No se apagó el bienaventurado betún! Por el contrario, se avivaron las llamas; ser bombero no es trabajo cómodo. ¡El trapero!, pensé y fui por él… ¿Para qué cuento más? Segunda antorcha olímpica. Finalmente logré apagar el conato, bueno, para hacer honor a la verdad él terminó por apagarse solo, una vez se consumió todo el material combustible, el otrora betún negro. ¡Cáspita, ni menciono cómo quedó el también otrora impecable piso de la cocina!  Si antes de leer el perverso tip de la revista hubiese leído la primera definición de betún del diccionario de la RAE; sí, si antes hubiese, si antes hubiera, si antes… ¡Pamplinas, alharacas, gazmoñerías, aspavientos, monerías, melindres, remilgos! ¡Si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta!  Pero si hubiese leído la definición de betún: nombre genérico de varias sustancias, compuestas principalmente de carbono e hidrógeno, que se encuentran en la naturaleza y arden con llama, humo espeso y olor peculiar. ¡Arden con llama!, ¡arden con llama!... ¡Bendita la hora en que me enteré de tan sutil particularidad fisicoquímica! Mis nalgas fueron las que ardieron con llama después de los correazos que mi mamá me propinó. Así mismo ardió mi ego de científico frustrado ante mis hermanos y primos. ¿Ya entiende por qué no fui científico?... ¡Ay, ya se quemaron estos putos huevos abelianos!  ¡Perdón! Corrijo: ¡Caracoles, ya se quemaron estos huevitos, quedaron del color del betún! Y la próxima vez, mejor preparo una de las tres variedades de sándwiches del hombre casado.
Acotación 1: Aquel día, después de ese pequeño incidente, mis rodillas se pelaron de tanto fregar el piso para quitar las horribles manchas negras de las baldosas, con cepillo, agua y mucho jabón.
Acotación 2: La nueva escoba y el nuevo trapero lo descontaron de mi mesada. Nunca más he tenido la oportunidad de correr con una antorcha olímpica.

Abel Carvajal, mayo 9 de 2019.
-¿Y ya leyó CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS?-

Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...