viernes, 11 de octubre de 2019

París 1946


París 1946*


Se sentó en la barra y pidió al viejo barman, a quien conocía de La Resistencia durante la guerra, un vaso de agua tónica con hielo, llevaba cinco años sin beber alcohol. Lo bebió de una vez hasta el fondo, estaba sediento. Pidió un segundo vaso. Al escuchar las dos palabras de la contraseña, que aquella temible cara del viejo pronunció, caminó lentamente hasta el baño. Minutos después, al salir, tratando aún de desatascar la cremallera de su pantalón a medio cerrar, oyó un trueno, aunque esa noche no llovía, que cortó en seco la algarabía en el bar. Se encontró frente a ella, con una pistola Luger apuntándole. La reconoció, descalza, como acostumbraba cada vez que liquidaba. Detrás descubrió al barman en el piso desangrándose mientras su agónico cuerpo temblaba.


(*)Primer capítulo, del nuevo libro LA MUERTE CAMINA DESCALZA, aún en escritura por Abel Carvajal.


domingo, 1 de septiembre de 2019

A Vincent


A Vincent




Admirado Vincent, aclarándole que la admiración que le profeso es más por su obra, arrojo y perseverancia que por su trágica vida, me permito escribirle para iniciar una futura amistad. Inicio con una noticia: es usted ahora objeto de culto entre los de su oficio, los de la misma especie que lo criticaron, lo vilipendiaron y hasta lo degradaron de maestro del lienzo a dizque pintorcito de obras infantiles, como se atrevieron a decírselo.
Sin duda, fue usted un incomprendido de su época porque fue un adelantado a ella, como suele suceder con los relegados. ¿Por qué fue un artista solitario y postergado su reconocimiento?
Empecemos por su tardío ingreso al mundo de las artes plásticas, a aquella exclusiva cofradía plagada de pintores envidiosos, críticos de arte frustrados por su falta de talento y marchantes pusilánimes carentes de osadía. Es que Vincent, pintar su primer cuadro a los 28 años de edad, ya de por sí, fue un escupitajo a la cara de aquellos que pontificaban en esa Europa radical del siglo XIX, que se debía pasar de joven aprendiz a maestro pintor, no que las primeras pinceladas fueran dignas de un maestro experimentado. La genialidad siempre es cuestionada, excepto por otro genio o unos pocos mortales con visión, como sus amigos y su hermano Theo.
Luego, les da una cachetada a los miembros de aquél sanedrín de jerarcas del arte: Líneas gruesas, contornos desafiantes, pinceladas sueltas y rápidas y, lo imperdonable por ellos, cuadros resplandecientes con abundancia de colores y tonos. Atrevido sí, irreverente también, pero sobresaliente. Elevó el impresionismo a lo inadmitido por la rigurosidad clásica. Esta suma es lo que despierta mi admiración por usted y su obra.
Monet intentó salvarlo, como Nicodemo y José de Arimatea trataron de salvar a Jesús de Nazaret de los suyos, los fariseos, al decir públicamente que usted era el más brillante pintor de su época. Pero, al igual que para el Carpintero de Galilea, no sirvió; ambos fueron crucificados, de diferente modo, por un grupillo de fariseos confabuladores.
Admirable es también que usted no se amilanó, pintó como un gigante tocado por la Divinidad, con locura pero consciente de su chispa. La humildad, don escaso y por lo tanto falso en la mayoría de los humanos, es una supuesta virtud que inventó la sociedad para oscurecer el brillo de las estrellas, de las mentes creativas destacadas como la suya. Haga caso omiso de tan risible acusación, que ni siquiera es virtud de dios alguno de la mitología greco-romana. Usted los opaca con su sobrehumana producción: En los nueve años que duró su vida artística pintó más de doscientos cuadros, ¡doscientos! ¡Dos cuadros por semana! No se habían secado las pinceladas de oleo del último cuando ya estaba pintando el siguiente. Me quito el sombrero, el que por cierto usted pocas veces se quitaba, señal de que estaba en medio de un proceso creativo.


Lo de la oreja que cercenó de un navajazo, la oreja más famosa de la Historia, ¿como protesta al matrimonio de Theo o como consecuencia de la discusión con Paul Gauguin o para entregarla como obsequio a una mujer casquivana que lo decepcionó o por las tres razones o por ninguna?, es entendible, errar es humano. Entendible que una mente portentosa es a su vez tormentosa. En la actualidad, un marchante o subastador de arte le diría que fue un original y sensacional golpe de marketing. Su oreja, créalo o no, ha encarecido sus cuadros sobremanera, hasta alcanzar unos precios que jamás imaginó. Confirmación de que usted tenía la razón cuando se fue contra la pureza del estilo en la pintura, aún del impresionismo. Cotizaciones que nunca ha superado otro artista, muerto o vivo, hasta la segunda década del siglo XXI.
Demoraron en reconocer el valor de su obra, pues solo treinta y seis años después de su aparente suicidio a sus 37 años, aparente porque al parecer usted protegió a su asesino, un verdadero conocedor de arte lo redescubrió.
Es lamentable que no haya experimentado el placer de vender más de un único cuadro, ni que su querido hermano Theo lo haya podido ver. Pero fue esa la predestinación de su talento, el que la Divina Providencia le otorgó para alegrar el alma de los que apreciamos sus pinturas.
Admirado Vincent van Gogh, usted vino al mundo, sufrió en él y, al final, lo venció. Espéreme, si le complace, como su amigo.

Abel Carvajal, mayo 24 de 2019.

jueves, 4 de julio de 2019

Devaneo

Devaneo


En el diccionario de la RAE hay tres significados para la palabra devaneo:
1. Delirio, desatino, desconcierto.
2. Distracción o pasatiempo vano o reprensible.
3Amorío pasajero.
Y es que devaneo, el título, creo se ajusta a la historia que narraré:
Una vez terminé mi primaria en el colegio mixto de las hermanas Bethlemitas de Barrancabermeja, que para ser más exacto, mixto solo era el kínder y la primaria, mis padres me matricularon para cursar el bachillerato en el Seminario San Pedro Claver de la misma ciudad en que nací, que contrario al de las hermanas, era solo para varones. Me despaché primero de bachillerato sin pena ni gloria, pero sí con mucho juego y nuevos amigos. Luego, empecé el segundo grado, ahí sí la cosa se puso con más pena que gloria, descubrí que el asunto de estudiar era algo serio, no todo era jugar y jugar, al menos no con las matemáticas ni con el español ni con el inglés ni con la geografía ni con la historia, aunque estas dos últimas no tenían profesores tan acuciosos con sus alumnos, quizás porque eran profesoras y, sentía que les caía bien, por lo que me relajaba un poco. Bastaba con poner en las lecciones orales cara de ternero huérfano y, pese a que mis respuestas demostraban que no abría los libros ni cuadernos en casa, me pasaban; me pasaban mi ignorancia y me pasaban la materia. Empecé a maliciar entonces, por pura observación y sindéresis ―no sé bien qué carajos significa esta palabra pero suena cool para este texto, que a propósito, así hacía mis tareas en aquellos años setenta, por malicia no por sindéresis―, que tenía cierto “don” para con las damas, y para con las profesoras.
La primera vez que sospeché del “don”, para mi infortunio, fue cuatro años atrás, en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, en el que cursé el kínder y la primaria, en el de las monjitas ya mencionadas. Pues aunque aquellas hermanas ciertamente fueron contempladoras, condescendientes, amables, indulgentes y solícitas  conmigo ―excepto una, la profesora de religión en kínder, de cuyo nombre no quiero acordarme ni me acordaré―, supuse que igualmente lo eran con todos los niños y niñas; pero con el paso del tiempo descubrí, para mi beneficio, que ellas no eran así de obsequiosas con todos los niños, menos con las niñas. Hasta me incluyeron en la tuna del colegio, no como guitarrista, que fue mi solicitud con la ensayada cara de ternero huérfano, sino como el chico de la clave. La clave, me dijo la hermana Felisa, directora de la tuna, son dos palitos cortos que supuestamente sirven para marcar el ritmo; un instrumento musical, que creo se lo inventaron para asignarlo a los sujetos como yo, que en vez de poseer un fino y virtuoso oído musical tenemos es un inmaculado oído de artillero. Pero retomando el tema, no sea que me tache alguna de mis severas lectoras de anacoluto, anacoluto el texto no el autor ―¡cuidado, eh!―, cuatro años atrás cursaba el cuarto grado de primaria y fue el año en que hice la primera comunión, pese a mi primera profesora de religión, que objeciones a consumar tal evento no le faltaron. Es que en mi primera comunión, en traje de paño gris y corbatín negro no obstante las altas temperaturas por la que es famosa mi ciudad natal, me pusieron de compañerita para recibir el sacramento ―no faltó la monja creativa que se le ocurrió emparejar a los niños con las niñas como si fuera el otro sacramento, el temido, ya saben― a Martha Gamboa. Ella lucía un vestidito de novia para acabar de ajustar, así disfrazaban a algunas chicas para su primera comunión, a otras con hábito de religiosas, no sé cuál es peor.
El tema no habría pasado a mayores, si ella, Martha Gamboa, fastidiosa como todas las niñitas de su edad, misma edad que yo tenía aunque era unos cinco centímetros más grande que ella, no hubiera quedado en todas, recalco, en T-O-D-A-S las pinches fotos que nos tomaron ese día, mirándome siempre, siempre, siempre... Recibí mi hostia del padre Garzón y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta antes de su turno y ¡flash!, foto de los dos. Luego mi mamá me abrazó entre lágrimas, de ella no mías, y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, se tragó de sopetón su hostia, y ¡flash!, foto de los dos. Luego mi abuela me abrazó, sin lágrimas, fue criada en un orfanato, y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, no se cansaba, y ¡flash!, foto de los dos. Siguieron cuatro abrazos más: el de mi papá y el de mi abuelo y el de mi tía Lucila y el de mi tía Aluvia… y ¡flash, flash, flash, flash! Sí, Martha Gamboa quedó en todas las fotos, sin excepción, con sus ojotes siempre en mi dirección y la boca abierta, como si la gravedad fuera más fuerte que sus músculos maceteros y pterigoideos internos y externos, y le fuera imposible cerrar su mandíbula. Incluso  cuando llegó el momento de cortar la torta envinada con cobertura de costra de azúcar, que las reverendas nos tenían preparada, con vino barato imitación champaña para los adultos ―¡qué esperaba, es presupuesto de monjas!― y gaseosa para los sacramentados. ¡Flash!, foto… y, ¡otra vez Martha Gamboa! Sus ojos casi se le salían de sus cuencas y yo, atormentado como el que más, miraba para otro lado, la evitaba a toda costa ¡qué niña tan fastidiosa! Creo que ella se tomó en serio lo de las parejitas y se imaginó un matrimonio, ¡conmigo! ¡Juré que nunca me casaría, jamás! ¡Ese sacramento siguiente no era para mí! ―cumplí el juramento hasta mis 41 años, ¡por poco lo logro!―.
Desde aquél día fue evidente que Martha Gamboa quería ser mi novia. Es más, lo declaró, que era mi novia. Sí, así se lo decía la muy descarada a todas sus amigas y, peor, a mis amigos del colegio. Para qué cuento más. El resto del curso, cuarto de primaria, se me hizo insufrible, igual el quinto. Pese a que la castigué con el látigo de la indiferencia, no dejó de hacer sus intentos de acercamiento. ¿A qué niño de  nueve años le interesa una novia? ¡Pssst… estaba loca!
Cuando terminé la primaria no la volví a ver hasta que, casi dos años después cuando cursaba el mencionado espinoso segundo de bachillerato, un sábado, mientras acompañaba a mi madre a visitar al doctor en el nuevo Hospital San Rafael de las hermanas hospitalarias ―a veces pienso que las preladas eran mi ventura en aquellos días―, cuya superiora se llamaba Sor Juan, sí, con nombre de hombre, es que las monjas son una especie interesante. Sigamos. Cuando, repito, cuando la vi. Sí, vi a Martha Gamboa. Traté de ocultarme de sus escrutadores ojos, inclinando mi cuerpo en la silla en que esperaba a mi madre frente al consultorio de su doctor, hasta agacharme. Pero con tan mala suerte, que mi cabeza quedó bajo la ventanilla desde la que atendía una enfermera de la sala de urgencias, y mis pies dos sillas más allá.
Justo en ese momento ella encendió el micrófono para llamar a alguien de la sala. Hablaba algo gangosa, dijo por el micrófono: —A los familiades del señod Damido Pédez se les infodma que ha muedto.
La esposa o amante del occiso, vaya uno a saber qué relación tenía con el difunto recién tostado, digo fallecido, quien estaba sentada en la hilera detrás de mi silla, gritó: —¡No me joda!
La enfermera, que la oyó, olvidando apagar el micrófono replicó: —No mejoda ni mejodó ni mejodadá, se mudió.
Además de la gangosa enfermera, de la ahora llorosa viuda y del apuesto niño alto escondido de su “exnovia” ―¡sobra explicar quién es quién!―, no había nadie más en aquella sala de espera del Hospital. Por lo que pronto me sentí atravesado por la mirada de, ¡oh, Dios!, Martha Gamboa me había descubierto, prácticamente acostado en la hilera de sillas junto a la ventanilla, en medio de una inentendible explicación que aquella profesional daba a la inconsolable viuda. No sé si la futura enlutada entendería de qué murió su marido o amante, pues comprender a una enfermera con dificultad para pronunciar la erre, letra que no falta en los términos clínicos, ha de ser desafiante.
Martha Gamboa se veía igual que en nuestra primera comunión. Confieso que por primera vez la vi algo… ¡mmmmm!... digamos que resplandeciente, hasta encantadora. Supongo que la testosterona ya empezaba, a mis doce años, a inundar mi cuerpo ante tan repentino cambio de perspectiva. Sin embargo yo estaba más alto que ella, notablemente más. Conservaba la misma estatura del último día en que la vi, cuando terminamos clase, en quinto grado de primaria.
Se me acercó sonriendo, con tal lentitud que parecía levitar en vez de caminar, tal vez porque estaba descalza. Me levanté de la silla, de la hilera de sillas, mejor dicho. Había leído una vez, en un librito de mi mamá titulado Don de gentes, que los caballeros se ponían de pie cuando una dama se aproximaba a saludar. ¡Caramba, Martha era la misma pero irradiaba un no sé qué! Me saludó pronunciando mi nombre de una manera tan dulce, tan refrescante, tan suave, tan femenina, que me quedé mudo, como congelado. Aquel día tomé consciencia de mi timidez ante las mujeres, aún más si me parecían interesantes.
―¡Ah, estoy aquí, acompañando a mi mamá! ―Fue la primera estupidez que se me ocurrió decir al descongelarme. La segunda fue: ―¿Y tu vives aquí? ―Por supuesto que ella no vivía en el hospital, ¡idiota!, sabía exactamente dónde vivía, pues el bus del colegio la dejaba a ella primero en su casa que a mí en la mía.
Ella solo rió. Pero no a carcajadas, no señor, rió con decoro, como toda una damita. Supongo que me sonrojé por aquella pregunta falta de perspicacia. La timidez es embrutecedora para un hombre, sí, más de una vez he sentido sus efectos. No me respondió, obvio, a una tontería no se responde sino con una sonrisa, si se es inteligente, asertivo y prudente. Ella hizo gala de las tres virtudes. ¿Cómo fue que desprecié a esta chica?, pensé, ¡qué torpe fui!
Pronunció mi nombre de una manera tan pausada, tan mansa, tan distinguida, que por primera vez me gustó el arcaico nombre con el que me bautizaron en honor a mi extinto abuelo paterno. Y agregó, suspirando: ―Fui feliz. Nos volveremos a encontrar, pero no será pronto.
En ese momento mi mamá salió del consultorio y me llamó. Giré la cabeza y con un gesto le dije que esperara un momento, ahora el fastidiado era yo ante la inoportuna aparición materna. Al volver de nuevo mi cabeza hacia Martha, descubrí que ya no estaba frente a mí. Miré a mí alrededor y no la vi. ¿Cómo hizo para desaparecer tan rápido? ¿Se amedrentó con mi madre?
―¿Qué estaba haciendo, papi? ―Preguntó mi madre al acerarse.
Mientras pensaba qué responder, estaba confundido, pues ella debió reconocer a mi compañerita de la primera comunión, la metiche de la enfermera gangosa le vociferó desde su puesto a mi madre: ―Su niño es muy dado, se acostó en las sillas y luego se padó y se puso a hablad solo. Ya está glandecito pada tened amiguitos imaginadios
―¡Que qué! ¿Acaso no vio que conversaba con una amiga del colegio? ―repliqué. No solo era gangosa sino cegatona la enfermera metida.
―¡Amiga, ah ya! Pues sedá invisible tu amiguita, niño.
Mi madre se unió a ella: ―Cuando salí del consultorio, no vi a nadie conversando con usted, papi… ―Mi mamá nunca tuteaba a nadie, ni siquiera a sus hijos ni a mis abuelos.
Le expliqué con cierta rabiecita, a mi mamá, que hablaba con Martha Gamboa.
Apenas pronuncié el nombre de mi amiga, la enfermera, que sin duda gozaba de buen oído, exclamó: ―¡Jesús, Madía y José! ―y se santiguó. No solo era metiche y gangosa, sino que también era gaga: ―¿Ma… Ma… Ma… Madtha Ga… Ga… Ga… Gamboa, Madtha Gamboa? ¿Es…  es…. estudió contigo en las Be… Be… Bethelemitas?
―¡Ah, entonces sí la vio! ―Pillada, pensé.
―¿Ella eda de tu edad, mi niño? ―Ahora la muy metida quería ganarme llamándome mi niño. Moví mi cabeza afirmativamente como respuesta a su pregunta.
―¡Animas del pudgatodio, que Dios las saque de pena y las lleve a descansad! ―oró.
Mi mamá, intrigada y molesta, le preguntó a la lívida enfermera el porqué de su extraño comportamiento.
La enfermera respondió sollozando: ―Madtha Gamboa eda hija de mi mejod amiga, mudió aquí en el hospital la semana pasada, de leucemia.

Abel Carvajal, mayo 23 de 2019.

viernes, 7 de junio de 2019

Por qué no fui científico

Por qué no fui científico


En momentos como éste, en que enciendo el fogón, para prepararle unos huevos abelianos ―mi famosa receta secreta que no revelaré― a mi esposa para el desayuno, pienso en por qué no fui científico. Es que de cuando en cuando, cuando estoy frente al fogón, y eso sucede en pocos cuándos, aun cuando el uso de tantos cuándos, con tilde o sin ella, no guste a cuanto sujeto lingüista me lea, suelo acordarme como ahora, mientras preparo estos huevos ―¡Epa, estoy olvidando la sal de ajo!―, de aquel día cuando ―el último cuando, lo prometo― en el inicio de mi adolescencia, sin querer, sin saber, sin proponérmelo y sin permiso de mi mamá, estuve cocinando betún. Sí, cocinando betún, del primero que se imagina, el que se usa para lustrar zapatos, porque los conocedores de la culinaria saben que hay otro betún, uno diferente que sí se usa en suculentas recetas de repostería, más conocido en los países centroamericanos: una mezcla de azúcar y clara de huevo batidas, con que se bañan muchas clases de pasteles y dulces. Pero el betún en cuestión, que en los setenta venía en latas circulares parecidas a la rueda de un carro de juguete, latas que por cierto eran difíciles de destapar, pese a una chapita que supuestamente facilitaba su abertura pero cuyo costo de usarla era el maltratarse los dedos, o peor, herirse en el empate entre la uña y la carne del dedo utilizado para tal fin, a veces dos dedos; por lo que, repito, el betún en cuestión al que me refiero, es para embolar ―no sé por qué le decíamos así, parecía un acto más asociado con empelotar o desnudar que con brillar o lustrar, aunque peor era el nombre de quien desempeñaba tal oficio: embolador, ¿un tipo que desnuda a otros?, pensaría un millennial― zapatos de cuero. Además de lo difícil y peligroso, para los dedos, que era destapar la bendita lata del betún, con frecuencia aquella pasta negra o marrón, dependiendo del color del zapato que nos pondríamos al día siguiente ―¡Ah, los tenis son el segundo mejor invento de las prendas de vestir, después del blue jean!― para ir al colegio, la encontrábamos reseca, agrietada y hasta hecha harina. ¡Zambomba…!, exclamábamos ―realmente la imprecación era otra, pero no la cito para que no me cuelguen por chapucero―, especialmente los más obsesivos con la limpieza; pues la embetunada sería más allá de los zapatos, se extendería no solo a las manos sino a la camiseta o al pantalón y, fijo, a la cara. Por eso terminé cocinando betún sin proponérmelo, lo recalco, no vaya y sea que dude de mi IQ o coeficiente intelectual, no obstante ese día mi mamá dudó, al igual que mis primos y mis hermanos y hasta nuestra querida empleada del aseo, ¡qué vergüenza! Pero la culpa no fue mía del todo, pues días antes del nefasto día señalado, leí en esos consejitos que algún “genio” escribe en las revistas sobre cómo solucionar problemillas domésticos, uno que recomendaba, para el betún resquebrajado, calentar la lata hasta que la pasta se derritiera y pulimentara o alisara  por sí sola. ¡Fácil, eh!  Más me demoré en cerrar aquella revista que en anunciar ―craso error― tan fabuloso descubrimiento a mis hermanos y al par de primos que nos visitaban durante esas vacaciones, y manos a la obra: abrí la llave de la pipeta de gas, puse sobre el fogón la lata de betún negro sin la tapa para poder observar la reacción química ―me sentí todo un  científico delante de mis hermanos y primos menores que me siguieron―, abrí la perilla correspondiente, raspé la cerilla contra la lija de la caja de fósforos y… ¡Zas! Encendí el fogón, iniciando el proceso descrito por el autor, que hoy llaman tip. ¿Qué creyó, qué había estallado el fogón y la cocina? Pues no, el consejo era correcto, solo que no advirtió el tiempo que debía durar tal proceso y… y… y…  ¡FUEGO, FUEGO, LA COCINA SE INCENDIA! Fue el primer grito que escuché de mi primo más pequeño. La llamarada que salía del betún fue sobrecogedora, sí, sobrecogedora para mis glándulas que se me subieron hasta el cuello ―las glándulas de abajo―. En ese instante descubrí que gozaba de sangre fría, lo primero que hice fue cerrar la válvula de la pipeta de gas;  descubrí que tenía madera de bombero, pero no manguera, pues las feroces llamaradas no se apagaron. Corrí por una escoba, en aquel tiempo eran de paja. ¡Sí, sí, sí, ya sé, ahora lo sé!, guárdese el calificativo, amable lector. Empujé la lata fuera del fogón, o lo que quedaba de ella. El problema se multiplicó, la lata cayó al suelo, el betún encendido se esparció por las baldosas de la impecable cocina y la escoba se convirtió en una antorcha olímpica, parecía la escoba turbojet de una bruja millenium  o la escoba Nimbus 2000 de Harry Potter. Cambié de opinión respecto a que tenía madera para ser bombero. Corrí hacia el patio con la tea, digo, la ex escoba, la tiré dentro de la poceta del lavadero que siempre estaba llena de agua y ¡Fsss!... salvado, yo, no la escoba. Pero dentro de la cocina continuaban los gritos de mis hermanos y primos; inútiles ellos y estresantes sus alaridos, nunca más los volvería a invitar a mis experimentos, pensé. El betún sobre el piso seguía ardiendo con furia, corrí por el balde de aluminio que la empleada utilizaba para trapear, lo llené de agua bajo el grifo de la cocina, y ¡splash!... ¡No se apagó el bienaventurado betún! Por el contrario, se avivaron las llamas; ser bombero no es trabajo cómodo. ¡El trapero!, pensé y fui por él… ¿Para qué cuento más? Segunda antorcha olímpica. Finalmente logré apagar el conato, bueno, para hacer honor a la verdad él terminó por apagarse solo, una vez se consumió todo el material combustible, el otrora betún negro. ¡Cáspita, ni menciono cómo quedó el también otrora impecable piso de la cocina!  Si antes de leer el perverso tip de la revista hubiese leído la primera definición de betún del diccionario de la RAE; sí, si antes hubiese, si antes hubiera, si antes… ¡Pamplinas, alharacas, gazmoñerías, aspavientos, monerías, melindres, remilgos! ¡Si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta!  Pero si hubiese leído la definición de betún: nombre genérico de varias sustancias, compuestas principalmente de carbono e hidrógeno, que se encuentran en la naturaleza y arden con llama, humo espeso y olor peculiar. ¡Arden con llama!, ¡arden con llama!... ¡Bendita la hora en que me enteré de tan sutil particularidad fisicoquímica! Mis nalgas fueron las que ardieron con llama después de los correazos que mi mamá me propinó. Así mismo ardió mi ego de científico frustrado ante mis hermanos y primos. ¿Ya entiende por qué no fui científico?... ¡Ay, ya se quemaron estos putos huevos abelianos!  ¡Perdón! Corrijo: ¡Caracoles, ya se quemaron estos huevitos, quedaron del color del betún! Y la próxima vez, mejor preparo una de las tres variedades de sándwiches del hombre casado.
Acotación 1: Aquel día, después de ese pequeño incidente, mis rodillas se pelaron de tanto fregar el piso para quitar las horribles manchas negras de las baldosas, con cepillo, agua y mucho jabón.
Acotación 2: La nueva escoba y el nuevo trapero lo descontaron de mi mesada. Nunca más he tenido la oportunidad de correr con una antorcha olímpica.

Abel Carvajal, mayo 9 de 2019.
-¿Y ya leyó CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS?-

sábado, 4 de mayo de 2019

Cocinando entuertos


Cocinando entuertos



Atreverse a escribir sobre el acto de cocinar, sobre qué piensa un individuo mientras cocina, sobre el secreto mundo de las cocinas, sobre la discreción de las cocineras o sobre la humildad de los cocineros que por vanidad o por machismo no aceptan otro calificativo diferente al de chef, ya de por sí puede el escritor o el escribidor, en mi caso –la diferencia es algo así como del profesional de la gastronomía al aficionado a la culinaria―, agraviar a alguien, que es la primera definición de entuerto en la Real Academia de la Lengua Española; y, también podría llegar a ocasionar aquellos dolores de vientre que suelen sobrevenir a las mujeres poco después de haber parido, que es la segunda definición. Aclaro qué es un entuerto, pues no faltará quien, por pereza de no buscar en un diccionario, deduzca que es la forma como mira quien solo ve por un ojo. Deducción que quizás no esté lejos de la realidad, pues hay quienes fisgonean con un solo ojo en dirección a la cocina mientras con el otro miran a la mesa o a su interlocutor durante la espera, con una impresionante demostración de dominio muscular ocular. ¿Ya ven por qué me considero escribidor? Me salgo del tema con facilidad. A eso lo llamo desenfocarme, así que me enfocaré, y no es ponerme gafas, pues, créanlo o no, a mis 55, en el culmen de mi juventud tardía, no las necesito… ¡De nuevo, discúlpenme! Para concluir este párrafo: ya que me atreví a escribir sobre el tema, por solicitud de una de mis lectoras, la que por cierto es a la que más temo mostrarle mis escritos, espero no estar cocinando otro entuerto.
Cocinar o conseguir quién nos cocine, no es tan fácil como muchos creen, es algo muy serio e importante, tanto así que cuando estaba en el proceso de creación de mi novela corta EL CAPITÁN ARAÑA ―no les diré dónde la pueden adquirir para que no me acusen de propagandista― me pareció que se necesitaba un personaje de envergadura para tan forzoso oficio en la lancha Moralita; tan forzoso que le dediqué una hoja de la bitácora y un capítulo completo. Omito aquí la bitácora, pero sí transcribo el inicio del capítulo 10:

La rolliza mujer al escuchar que el turco Anís le comentaba en voz baja, pero no lo suficiente, a su socio que ella era poco agraciada, reclamó –¿Quieres una buena cocinera o una puta buena?
            Anís se sonrojó. Araña se rió.
            Con esa elegante interpelación, aquella tarde en la plaza de mercado de Puerto Berrío, engancharon a la negra Zordwa como la cocinera de a bordo. La que se haría famosa entre la tripulación y los pasajeros de Moralita por su sabrosos sancochos de pescado así como por sus memorables fríjoles con coles acompañados de chicharrón.
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            Lo primero que ella hizo al abordar, luego de descargar su maleta en el pequeño camarote que estaba tras la cocina, fue escribir tres letreros en cartones y colgarlos en los dos únicos baños de la lancha, así: sobre la puerta de uno “ombres” y del otro “mujercitas”, dentro del baño de “ombres” pegó a un lado del sanitario sobre la caneca para el papel el tercer letrero que decía “no deje su cara en el baño”.
            Garabato fue el primero que necesitó ir al sanitario y, para su infortunio, entró en el de “mujercitas”. Apenas se había bajado los pantalones cuando abriendo la puerta intempestivamente, la energúmena Zordwa le grito –¿Qué carajos hace, acaso no sabe leer?
            El pobre gago no pudo pasar de repetir como cinco veces la primera sílaba de quién sabe qué palabra, por el susto que se llevó. Ya antes, en el momento en que Araña se la presentó, ella lo insultó cuando entendiendo mal su nombre él lo repitió –So… So… So… Sorda, ¿Sorda?
            El turco Anís llegó a tiempo ante tan indecorosa escena y le explicó a la nueva cocinera que Garabato era hombre analfabeta, no sabía leer siquiera la palabra “peligro”. Además, le dijo que “hombre” se escribía con “h”, a lo que ella respondió –Por supuesto patroncito, con “h” de huevón, ¿cierto?
            Anís no supo si enojarse o reírse. Prefirió hacer caso omiso al irónico comentario exigiendo que le aclarara quién había autorizado la nueva regla de separar los baños por sexo.
            Ella dijo –La madre Naturaleza así lo dispone. El aseo es la madre de la buena salud, ¿cierto patroncito? ¡No creerá que me voy a sentar en una taza chispeada con los orines de todos ustedes, ah!...

No sobra indicar la importancia de una cocinera en una lancha de río, y ni hablar de un chef en un barco. No hay buena novela de mar ni de río, cuyo autor se dé el lujo de prescindir de semejante personaje, sería como despreciar un diamante que corone la filigrana de un anillo de oro; basta con leer LA ISLA DEL TESORO de Stevenson, el cocinero de La Española es John Silver y tiene una pierna menos, uno de los mochos ―como lo llamaría Zordwa― más famosos de la literatura, célebre por bandido no por buen cocinero y todavía menos por amputado o cojo, cosa que aclaro no vaya y sea que un lector “inclusivista” se sienta “entuertado”, ¡ups, perdón, mejor no me pongo a inventar palabras!, quiero decir agraviado.
Cocinar bien es esencial, fundamental, básico, cardinal, primordial, vital y todos los sinónimos que encuentren en el corrector del Word, porque cuántos consultan hoy un diccionario de sinónimos y antónimos. Y si no sabe qué es un antónimo no está mal, nadie nació aprendido y es cierto que las clases de español son aburridas, por eso algunos debemos asistir, ya viejos, a talleres de escritura,  pero no se lo definiré, busque el significado;  y no se las dé de sofisticado buscando  “antonomínia” porque, ahí sí, se sacará un ojo y no quedará “entuertado” sino tuerto. ¿Volvimos a desenfocarnos? Bueno, no usted sino yo. Hoy lo llaman déficit de atención, cuando era niño las profesoras ―en mi primaria solo tuve profesoras y no profesores, algunas monjas, pero eso es otro cuento― me llamaban elevado, pero no por antonomasia, apuesto a que esta palabreja sí la tiene que buscar en el diccionario.
Volviendo al asunto, la temible lectora que me pidió escribir sobre qué piensan los que cocinan, y que conste que no especificó el género, porque me es más fácil saber qué piensa un hombre, sí, se los digo en una sola palabra y sin anestesia: sexo. En cambio una mujer… ¡una mujer!... ¡una mujer!... No estoy siendo sarcástico ni burletero, estoy es dándome tiempo, creando un cúmulo de sinapsis neuronales para tratar de adivinar qué carajos piensa una dama cuando cocina. Mientras, les explico a las damas el pensamiento monotemático de los hombres con una escena muy común:

(Una pareja sentada en un pictórico café ambientado con jazz, al comenzar la noche)
JUAN (¿por qué será que siempre es el primer nombre que se nos ocurre?): Sé que es algo pronto para invitarte a mi apartamento, pero si quieres, prepararé para ti una cena, algo sencillo por supuesto, como pastas en salsa de  queso azul. ¿Qué opinas?
(Hace la pausa crucial, mirando directo a los ojos, con la mejor sonrisa ensayada antes de salir a recoger a la víctima, digo, a la nueva amiga invitada) ―lo que está en letra cursiva es el guión original, en letra normal son los comentarios psicoanalíticos de los personajes―
MARÍA (no sé por qué casi todas las Marías que conozco odian que las llamen solamente por su primer nombre, pero como estamos generando entuertos, de malas las María Patricia, las María Clara, las María Fernanda, las María Hermenegilda, las María Apolonia… bueno estas dos últimas quizás amen su primer nombre): ¿Te gusta cocinar, Juan?
JUAN (con la estudiada sonrisa falsa que se vende por las patas de gallina en los rabillos de los ojos): Tal vez no lo parezca, pero soy hombre casero, me encanta cocinar y hasta lavar los platos. ―¡Mentira!―
El típico anzuelo. Señoras, por si no lo saben, a los hombres nos entregan en la adolescencia un delgadísimo manual mental de cómo ser varones, de un único capítulo, que se titula SEDUCCIÓN. Escueto y poco imaginativo, tal vez porque el que lo escribió en los genes masculinos fue otro hombre. Ah, y lo del queso azul, también típico, pero es que solo hay quesos blancos, amarillos y los podridos azules, que aunque podridos, por alguna extraña aberración estomacal, suenan suculentos en especial en las cartas de los restaurantes y en los oídos de las damas. En cambio, a las mujeres les entregan no un manualito, no señor, sino todo un grueso vademécum mental con más de doscientos largos capítulos y páginas de apuntes al final sobre el arte de la seducción, más acotaciones y hasta apéndice, por eso hacen gala, ellas, de miles de artimañas, triquiñuelas, artificios, ardides, tretas y actuaciones dignas de los premios Tony a las mejores del teatro.
MARIA: Vamos, no tengo ningún problema, y ciertamente tengo apetito. ―Responde ella, con ojos de inocencia virginal, y ese “ciertamente” sin duda fue aprendido de alguna novela romanticona que leyó en la adolescencia. ¡Ciertamente, ah! ¡Mentira! Todo hombre sabe que las mujeres comen poco en la primera cita, pues no se quieren mostrar como tragonas y potenciales gordas―
Y lo peor de esta patética trama, que se repite todas las noches en muchos cafés del mundo, es que el estúpido de Juan ―y de casi todos los mensos de mi género― llega a pensar que es todo un don Juan Tenorio. ¡Ingenuo!, olvida que su tocayo es un personaje de la literatura al que sí se le dio, por parte de su creador José Zorrilla, un vademécum mental similar a las mujeres. ¡Mordió el anzuelo!, se engaña Juan. A partir de ese momento, mientras paga la costosa cuenta del aguado café y del capuchino cargado con licor, que le sugirió el muy bandido, sobra decir que el licor es el aliado de los hombres en el acto de la seducción, y mientras conduce acelerado directo a su apartamento, y mientras ya adentro, con la misma pilla sonrisa le ofrece… ¡pues qué le va a ofrecer, más licor, y del fuerte!... y  mientras se pone el ridículo delantal que se compró con la baja intención, de sus más bajas zonas, para verse como buen partido, y mientras cocina las patéticas y decepcionantes pastas, espaguetis, que ella fingirá ser los mejores que ha comido en su vida, y mientras hace gala de toda esa parafernalia masculina de la que ninguno nos hemos salvado, sólo piensa en una sola cosa: SEXO. Sí, S-E-X-O, con mayúsculas. En lo que piensan más de la mitad del tiempo en vigilia la mayoría de los machos del Reino Animal.
JUAN: Pero debo decirte que no tengo postre. ―¡Claro que no hará postre el muy perro, si el postre es ella! No va a perder valiosos minutos en una noche que transcurre velozmente ensayando una elaborada receta de la sección Postres que cautivan de la revista Men’s Health.
MARÍA: No te preocupes, Bebé. Prefiero cuidarme del azúcar. ―María, como todas las de su género, es más inteligente que Juan, sabe muy bien que el postre se llama Fornication, y ella tampoco quiere acostarse tarde―
¡Me dijo Bebé! ¡Me dijo Bebé! ¡Me dijo Bebé!... ¡Copulación segura!, ¡yes!, piensa Juan. Se  acelera su ritmo cardiaco y aumenta su presión sanguínea, la sangre empieza a llenar el cuerpo esponjoso…

Hasta aquí la escena ilustrativa. ¿Qué, acaso pensó que iba a convertir este texto en una novela erótica?
Ahora bien, qué piensa una mujer mientras cocina. Ante semejante cuestión me atrevo a especular que depende de la fémina, sí, las posibilidades son casi infinitas, desde la que piensa que debe superarse a sí misma, porque de niña no quiso aprender de la mamá cuando trató de enseñarle y ella la rechazó con una frase tipo “¡yo no seré una ama de casa ni la cocinera de ningún hombre, seré una profesional no una mantenida…!”, hasta la que piensa: “si fuera capaz, envenenaría a este desgraciado… ¡cómo fui tan bruta para casarme con este esperpento!... ¡snif!... ¡y yo que creí que era todo un Joan Manuel Serrat!”. Si alguna se siente identificada es mera coincidencia.
Me sabrán disculpar pero, como mi esposa es de las primeras ―hasta ahora, espero no darle motivos para pensar como la última― y en pos de la armonía matrimonial, debo ir a preparar la cena. Eso sí, una cena libre de podrido queso azul, mejor un típico sándwich del hombre casado: unas veces de queso blanco o amarillo, otras con jamón y otras con salchicha, para repetir durante un sinfín de cenas las tres variedades hasta que ella, cansada de los sándwiches, una noche diga que preparará la comida. Ahora no digan que los hombres, la mayoría pues, antes de que otra lectora psicóloga “inclusivista” me de madera por generalizar, no somos creativos cuando estamos en la cocina. Aunque una antigua sentencia caribeña sí les da la razón: “Los hombres en la cocina huelen a culo de gallina”, perdón por la palabrita, pero si la reemplazo por ano o recto o colon u orificio le resto rima al proverbio popular, digo.
En un buen taller de escritura la profe me dirá: “Pare ahí, no siga, ya concluyó, ya cerró el texto…”, pero como soy un alumno tan desobediente y visceral ―no sé qué significa exactamente esta palabreja, pero me parece adecuada para el estilo del… del… del… ¿Cuál será el género literario que estoy escribiendo?― no puedo dejar de escribir un viejo chiste para los lectores, muy del tema, pero a las lectoras les recomiendo que no sigan leyendo:
Un amigo le dice a otro: ―Tuve buena suerte, di con la mujer ideal. Mi esposa es una dama en la sala, una chef en la cocina y una puta en la cama. ―El otro responde―: En cambio yo fui de malas. Mi esposa es una dama en la cocina, una chef en la cama y toda una puta en la sala.

Abel Carvajal, mayo 4 de 2019.
Amigo lector, si le gustó este texto, no deje de leer mi libro CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS, y por supuesto, EL CAPITÁN ARAÑA, disponibles en Amazon. ―Esto sí es propaganda―

martes, 5 de marzo de 2019

NUEVO LIBRO: Cuentos blasfemos y memorias vagabundas



-PRIMICIA EXCLUSIVA DE Amazon

"Los cuentos son historias producto de la imaginación del autor aunque pueden estar inspirados en la realidad, las memorias son relatos sobre la realidad vivida por el autor. Ficción los cuentos, hechos reales las memorias. En este libro pude distinguirlos con un subtítulo o separarlos en dos partes, cuentos y memorias, pero preferí dejar al discernimiento del lector su diferencia, como una propuesta literaria.
La blasfemia significa una injuria contra alguien o algo sagrado, lejos están mis cuentos blasfemos de tal propósito. Los titulé así porque me tomé la libertad de escribirlos como me viniera en gana, aunque ciertamente pueden tocar algún tema sagrado o una fibra del subconsciente de algún lector, si así fue, luche usted contra sus propios demonios al leerlos o deje este libro, que los míos los exorcicé al escribirlos.
Vagabunda se le dice a la persona errante, ambulante, que va de un lugar a otro sin asentarse en ninguno. Mi memoria es así, como creo es la de todos. Pero si tenemos en cuenta que la palabra viene de vagar, ese pecado lo acepto, pues sólo un vago como este escribidor (que significa escritor prolífico o mal escritor, escoja usted) gasta su tiempo digitando las que considera memorias dignas de un libro... ¡Qué le vamos a hacer, es misión imposible desprenderse del ego, prediquen lo que prediquen los budistas! (¿Ya empecé a blasfemar? ¡Y aún no ha empezado a leer el contenido!).
Vagabundas igualmente se usa para señalar con saña a las damas dedicadas al oficio más antiguo... ¡No tengo que explicar todo, usted ya debe ser mayorcito si tiene este libro en sus manos! En fin, al publicar algunas de mis memorias en eso pueden convertirse, y es mi riesgo, el que asumo con absoluta irresponsabilidad..."

Así inicia el conocido autor Abel Carvajal el prefacio de CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS, su más reciente libro de historias y relatos cortos, que sin duda disfrutará y no dejará de asombrarlo.

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(*) 190 páginas, ilustradas por el autor y la pintora Isabel Cristina Ángel. 
Libro apto para mayores de 17 años.

martes, 29 de enero de 2019

VIVIENDO DE LA BOLSA en edición de lujo


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Un libro serio que debe leer antes de invertir su dinero. Compendio de los criterios y principios más eficaces para invertir en cualquier Bolsa, aprendidos de los mejores maestros del arte de la especulación bursátil y comprobados (incluidos los errores) por un inversionista con más de 30 años de experiencia. Por primera vez el conocido autor Abel Carvajal revela los secretos, con detalles y reseñas, de su actividad como inversionista, que le permitieron independencia laboral y libertad financiera antes de cumplir sus cuarenta.

Un libro sin falsas promesas y con importantes lecciones sobre las inversiones en acciones y en renta fija, fácil de entender, más allá del análisis técnico y de la teoría académica.



Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...