domingo, 13 de mayo de 2018

Memorias vagabundas II (relato)

Omnisciencia


Para los niños desde hace poco, para los adultos jóvenes desde hace algún tiempo, para los ancianos desde hace mucho tiempo; para mí desde hace algo más de cincuenta y cuatro años, que guardo el primer recuerdo de esta vida. Uno, el primero, el que me hizo consciente de que todo era real y era posible en este mundo, al que por cierto no recuerdo haber solicitado venir, y que jamás se borró de mi memoria, el que cada vez que repaso me parece más nítido y cercano.
Recién nacido, ya podía ver a color con mis ojos de bebé y reconocerme como ser viviente, por lo que un ligero cálculo me ubica entre mayo y agosto de 1964. Era de día y estaba asegurado entre almohadas en la cama matrimonial de mis padres, en una calurosa habitación que trataban de refrescar con un ventilador de techo; a mi derecha la puerta y, un par de metros más adelante, otra que daba acceso a mi verdadera habitación, la patéticamente adecuada con adornos infantiles, donde estaba la vieja cuna familiar de madera en la  que mecieron a decenas de tíos y primos, y ahora era el incómodo teatro donde mis orgullosos padres hacían alarde de su primogénito, protagonista obligado.  Sí, hasta allá y en cualquier instante de aquellos días, vi lo que archivé en mi cerebro como el más lejano recuerdo de mi vida.
Estando pues acuñado entre almohadas, bocarriba y con solo un blanco pañal de algodón por vestimenta, más para evitar horrorosos accidentes fisiológicos que para cubrir las tres pruebas de mi masculinidad, tres cositas que mi papá se encargaba de descubrir a los visitantes sin siquiera consultarme, escuché extrañas voces: voces como susurros que se mezclaban entre sí, inentendibles, claro que a esa edad todas las palabras son inentendibles, pero estas eran diferentes a las de los hombres y mujeres que con sus babosos cuchicheos me importunaban. Eran unos bisbiseos o murmullos cuyo origen buscaron mis jóvenes ojos con curioso afán y, justo ahí, en el espacio que separaban las dos puertas a mi derecha, vi tres figuras antropomórficas, difusas, blancas e irreconocibles, que ahora puedo calificar de espectrales, pero no atemorizantes. Los tres seres que sin lugar a dudas no eran humanos, los que jamás volví a ver ni a escuchar, estaban al lado de la cama mirándome y susurrando entre sí, en su excepcional lenguaje de otro mundo o de ultratumba, vaya uno a saber.
Las tres figuras me acompañaron durante largo rato, porque no había nadie en la habitación, pese a que mi mamá era algo sobreprotectora no andaba cerca, ni las dos empleadas domésticas ni mi perro guardián Chester, aquella casa era enorme y quién sabe dónde andaban, quizás el Cosmos estaba confabulado. No supe si esos seres de luz, como los llaman algunos, cuidaban de mí o pretendían decirme algo, tampoco supe si eran ángeles o fantasmas, pero sí intuí que no querían hacerme daño. Nada hicieron ni me comunicaron. Finalmente, se desvanecieron y quedé de nuevo solo, en un silencio envuelto por el ronroneo del motor eléctrico del ventilador.
Sin embargo, ellos sí me revelaron algo aquel día, el primero del que tengo consciencia: que había más de una realidad, la de este mundo y la de otro invisible. Me enseñaron que todo es real y posible, me estimularon a conocer diversas ciencias y materias, la omnisciencia.

©2018, Abel Carvajal


Relato escrito por Abel Carvajal (2018) para el Taller de Escritura dirigido por Patricia Escobar B., El Retiro, Antioquia, Colombia
cpatricia.escobar@gmail.com

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