sábado, 4 de mayo de 2019

Cocinando entuertos


Cocinando entuertos



Atreverse a escribir sobre el acto de cocinar, sobre qué piensa un individuo mientras cocina, sobre el secreto mundo de las cocinas, sobre la discreción de las cocineras o sobre la humildad de los cocineros que por vanidad o por machismo no aceptan otro calificativo diferente al de chef, ya de por sí puede el escritor o el escribidor, en mi caso –la diferencia es algo así como del profesional de la gastronomía al aficionado a la culinaria―, agraviar a alguien, que es la primera definición de entuerto en la Real Academia de la Lengua Española; y, también podría llegar a ocasionar aquellos dolores de vientre que suelen sobrevenir a las mujeres poco después de haber parido, que es la segunda definición. Aclaro qué es un entuerto, pues no faltará quien, por pereza de no buscar en un diccionario, deduzca que es la forma como mira quien solo ve por un ojo. Deducción que quizás no esté lejos de la realidad, pues hay quienes fisgonean con un solo ojo en dirección a la cocina mientras con el otro miran a la mesa o a su interlocutor durante la espera, con una impresionante demostración de dominio muscular ocular. ¿Ya ven por qué me considero escribidor? Me salgo del tema con facilidad. A eso lo llamo desenfocarme, así que me enfocaré, y no es ponerme gafas, pues, créanlo o no, a mis 55, en el culmen de mi juventud tardía, no las necesito… ¡De nuevo, discúlpenme! Para concluir este párrafo: ya que me atreví a escribir sobre el tema, por solicitud de una de mis lectoras, la que por cierto es a la que más temo mostrarle mis escritos, espero no estar cocinando otro entuerto.
Cocinar o conseguir quién nos cocine, no es tan fácil como muchos creen, es algo muy serio e importante, tanto así que cuando estaba en el proceso de creación de mi novela corta EL CAPITÁN ARAÑA ―no les diré dónde la pueden adquirir para que no me acusen de propagandista― me pareció que se necesitaba un personaje de envergadura para tan forzoso oficio en la lancha Moralita; tan forzoso que le dediqué una hoja de la bitácora y un capítulo completo. Omito aquí la bitácora, pero sí transcribo el inicio del capítulo 10:

La rolliza mujer al escuchar que el turco Anís le comentaba en voz baja, pero no lo suficiente, a su socio que ella era poco agraciada, reclamó –¿Quieres una buena cocinera o una puta buena?
            Anís se sonrojó. Araña se rió.
            Con esa elegante interpelación, aquella tarde en la plaza de mercado de Puerto Berrío, engancharon a la negra Zordwa como la cocinera de a bordo. La que se haría famosa entre la tripulación y los pasajeros de Moralita por su sabrosos sancochos de pescado así como por sus memorables fríjoles con coles acompañados de chicharrón.
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            Lo primero que ella hizo al abordar, luego de descargar su maleta en el pequeño camarote que estaba tras la cocina, fue escribir tres letreros en cartones y colgarlos en los dos únicos baños de la lancha, así: sobre la puerta de uno “ombres” y del otro “mujercitas”, dentro del baño de “ombres” pegó a un lado del sanitario sobre la caneca para el papel el tercer letrero que decía “no deje su cara en el baño”.
            Garabato fue el primero que necesitó ir al sanitario y, para su infortunio, entró en el de “mujercitas”. Apenas se había bajado los pantalones cuando abriendo la puerta intempestivamente, la energúmena Zordwa le grito –¿Qué carajos hace, acaso no sabe leer?
            El pobre gago no pudo pasar de repetir como cinco veces la primera sílaba de quién sabe qué palabra, por el susto que se llevó. Ya antes, en el momento en que Araña se la presentó, ella lo insultó cuando entendiendo mal su nombre él lo repitió –So… So… So… Sorda, ¿Sorda?
            El turco Anís llegó a tiempo ante tan indecorosa escena y le explicó a la nueva cocinera que Garabato era hombre analfabeta, no sabía leer siquiera la palabra “peligro”. Además, le dijo que “hombre” se escribía con “h”, a lo que ella respondió –Por supuesto patroncito, con “h” de huevón, ¿cierto?
            Anís no supo si enojarse o reírse. Prefirió hacer caso omiso al irónico comentario exigiendo que le aclarara quién había autorizado la nueva regla de separar los baños por sexo.
            Ella dijo –La madre Naturaleza así lo dispone. El aseo es la madre de la buena salud, ¿cierto patroncito? ¡No creerá que me voy a sentar en una taza chispeada con los orines de todos ustedes, ah!...

No sobra indicar la importancia de una cocinera en una lancha de río, y ni hablar de un chef en un barco. No hay buena novela de mar ni de río, cuyo autor se dé el lujo de prescindir de semejante personaje, sería como despreciar un diamante que corone la filigrana de un anillo de oro; basta con leer LA ISLA DEL TESORO de Stevenson, el cocinero de La Española es John Silver y tiene una pierna menos, uno de los mochos ―como lo llamaría Zordwa― más famosos de la literatura, célebre por bandido no por buen cocinero y todavía menos por amputado o cojo, cosa que aclaro no vaya y sea que un lector “inclusivista” se sienta “entuertado”, ¡ups, perdón, mejor no me pongo a inventar palabras!, quiero decir agraviado.
Cocinar bien es esencial, fundamental, básico, cardinal, primordial, vital y todos los sinónimos que encuentren en el corrector del Word, porque cuántos consultan hoy un diccionario de sinónimos y antónimos. Y si no sabe qué es un antónimo no está mal, nadie nació aprendido y es cierto que las clases de español son aburridas, por eso algunos debemos asistir, ya viejos, a talleres de escritura,  pero no se lo definiré, busque el significado;  y no se las dé de sofisticado buscando  “antonomínia” porque, ahí sí, se sacará un ojo y no quedará “entuertado” sino tuerto. ¿Volvimos a desenfocarnos? Bueno, no usted sino yo. Hoy lo llaman déficit de atención, cuando era niño las profesoras ―en mi primaria solo tuve profesoras y no profesores, algunas monjas, pero eso es otro cuento― me llamaban elevado, pero no por antonomasia, apuesto a que esta palabreja sí la tiene que buscar en el diccionario.
Volviendo al asunto, la temible lectora que me pidió escribir sobre qué piensan los que cocinan, y que conste que no especificó el género, porque me es más fácil saber qué piensa un hombre, sí, se los digo en una sola palabra y sin anestesia: sexo. En cambio una mujer… ¡una mujer!... ¡una mujer!... No estoy siendo sarcástico ni burletero, estoy es dándome tiempo, creando un cúmulo de sinapsis neuronales para tratar de adivinar qué carajos piensa una dama cuando cocina. Mientras, les explico a las damas el pensamiento monotemático de los hombres con una escena muy común:

(Una pareja sentada en un pictórico café ambientado con jazz, al comenzar la noche)
JUAN (¿por qué será que siempre es el primer nombre que se nos ocurre?): Sé que es algo pronto para invitarte a mi apartamento, pero si quieres, prepararé para ti una cena, algo sencillo por supuesto, como pastas en salsa de  queso azul. ¿Qué opinas?
(Hace la pausa crucial, mirando directo a los ojos, con la mejor sonrisa ensayada antes de salir a recoger a la víctima, digo, a la nueva amiga invitada) ―lo que está en letra cursiva es el guión original, en letra normal son los comentarios psicoanalíticos de los personajes―
MARÍA (no sé por qué casi todas las Marías que conozco odian que las llamen solamente por su primer nombre, pero como estamos generando entuertos, de malas las María Patricia, las María Clara, las María Fernanda, las María Hermenegilda, las María Apolonia… bueno estas dos últimas quizás amen su primer nombre): ¿Te gusta cocinar, Juan?
JUAN (con la estudiada sonrisa falsa que se vende por las patas de gallina en los rabillos de los ojos): Tal vez no lo parezca, pero soy hombre casero, me encanta cocinar y hasta lavar los platos. ―¡Mentira!―
El típico anzuelo. Señoras, por si no lo saben, a los hombres nos entregan en la adolescencia un delgadísimo manual mental de cómo ser varones, de un único capítulo, que se titula SEDUCCIÓN. Escueto y poco imaginativo, tal vez porque el que lo escribió en los genes masculinos fue otro hombre. Ah, y lo del queso azul, también típico, pero es que solo hay quesos blancos, amarillos y los podridos azules, que aunque podridos, por alguna extraña aberración estomacal, suenan suculentos en especial en las cartas de los restaurantes y en los oídos de las damas. En cambio, a las mujeres les entregan no un manualito, no señor, sino todo un grueso vademécum mental con más de doscientos largos capítulos y páginas de apuntes al final sobre el arte de la seducción, más acotaciones y hasta apéndice, por eso hacen gala, ellas, de miles de artimañas, triquiñuelas, artificios, ardides, tretas y actuaciones dignas de los premios Tony a las mejores del teatro.
MARIA: Vamos, no tengo ningún problema, y ciertamente tengo apetito. ―Responde ella, con ojos de inocencia virginal, y ese “ciertamente” sin duda fue aprendido de alguna novela romanticona que leyó en la adolescencia. ¡Ciertamente, ah! ¡Mentira! Todo hombre sabe que las mujeres comen poco en la primera cita, pues no se quieren mostrar como tragonas y potenciales gordas―
Y lo peor de esta patética trama, que se repite todas las noches en muchos cafés del mundo, es que el estúpido de Juan ―y de casi todos los mensos de mi género― llega a pensar que es todo un don Juan Tenorio. ¡Ingenuo!, olvida que su tocayo es un personaje de la literatura al que sí se le dio, por parte de su creador José Zorrilla, un vademécum mental similar a las mujeres. ¡Mordió el anzuelo!, se engaña Juan. A partir de ese momento, mientras paga la costosa cuenta del aguado café y del capuchino cargado con licor, que le sugirió el muy bandido, sobra decir que el licor es el aliado de los hombres en el acto de la seducción, y mientras conduce acelerado directo a su apartamento, y mientras ya adentro, con la misma pilla sonrisa le ofrece… ¡pues qué le va a ofrecer, más licor, y del fuerte!... y  mientras se pone el ridículo delantal que se compró con la baja intención, de sus más bajas zonas, para verse como buen partido, y mientras cocina las patéticas y decepcionantes pastas, espaguetis, que ella fingirá ser los mejores que ha comido en su vida, y mientras hace gala de toda esa parafernalia masculina de la que ninguno nos hemos salvado, sólo piensa en una sola cosa: SEXO. Sí, S-E-X-O, con mayúsculas. En lo que piensan más de la mitad del tiempo en vigilia la mayoría de los machos del Reino Animal.
JUAN: Pero debo decirte que no tengo postre. ―¡Claro que no hará postre el muy perro, si el postre es ella! No va a perder valiosos minutos en una noche que transcurre velozmente ensayando una elaborada receta de la sección Postres que cautivan de la revista Men’s Health.
MARÍA: No te preocupes, Bebé. Prefiero cuidarme del azúcar. ―María, como todas las de su género, es más inteligente que Juan, sabe muy bien que el postre se llama Fornication, y ella tampoco quiere acostarse tarde―
¡Me dijo Bebé! ¡Me dijo Bebé! ¡Me dijo Bebé!... ¡Copulación segura!, ¡yes!, piensa Juan. Se  acelera su ritmo cardiaco y aumenta su presión sanguínea, la sangre empieza a llenar el cuerpo esponjoso…

Hasta aquí la escena ilustrativa. ¿Qué, acaso pensó que iba a convertir este texto en una novela erótica?
Ahora bien, qué piensa una mujer mientras cocina. Ante semejante cuestión me atrevo a especular que depende de la fémina, sí, las posibilidades son casi infinitas, desde la que piensa que debe superarse a sí misma, porque de niña no quiso aprender de la mamá cuando trató de enseñarle y ella la rechazó con una frase tipo “¡yo no seré una ama de casa ni la cocinera de ningún hombre, seré una profesional no una mantenida…!”, hasta la que piensa: “si fuera capaz, envenenaría a este desgraciado… ¡cómo fui tan bruta para casarme con este esperpento!... ¡snif!... ¡y yo que creí que era todo un Joan Manuel Serrat!”. Si alguna se siente identificada es mera coincidencia.
Me sabrán disculpar pero, como mi esposa es de las primeras ―hasta ahora, espero no darle motivos para pensar como la última― y en pos de la armonía matrimonial, debo ir a preparar la cena. Eso sí, una cena libre de podrido queso azul, mejor un típico sándwich del hombre casado: unas veces de queso blanco o amarillo, otras con jamón y otras con salchicha, para repetir durante un sinfín de cenas las tres variedades hasta que ella, cansada de los sándwiches, una noche diga que preparará la comida. Ahora no digan que los hombres, la mayoría pues, antes de que otra lectora psicóloga “inclusivista” me de madera por generalizar, no somos creativos cuando estamos en la cocina. Aunque una antigua sentencia caribeña sí les da la razón: “Los hombres en la cocina huelen a culo de gallina”, perdón por la palabrita, pero si la reemplazo por ano o recto o colon u orificio le resto rima al proverbio popular, digo.
En un buen taller de escritura la profe me dirá: “Pare ahí, no siga, ya concluyó, ya cerró el texto…”, pero como soy un alumno tan desobediente y visceral ―no sé qué significa exactamente esta palabreja, pero me parece adecuada para el estilo del… del… del… ¿Cuál será el género literario que estoy escribiendo?― no puedo dejar de escribir un viejo chiste para los lectores, muy del tema, pero a las lectoras les recomiendo que no sigan leyendo:
Un amigo le dice a otro: ―Tuve buena suerte, di con la mujer ideal. Mi esposa es una dama en la sala, una chef en la cocina y una puta en la cama. ―El otro responde―: En cambio yo fui de malas. Mi esposa es una dama en la cocina, una chef en la cama y toda una puta en la sala.

Abel Carvajal, mayo 4 de 2019.
Amigo lector, si le gustó este texto, no deje de leer mi libro CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS, y por supuesto, EL CAPITÁN ARAÑA, disponibles en Amazon. ―Esto sí es propaganda―

Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...