jueves, 4 de julio de 2019

Devaneo

Devaneo


En el diccionario de la RAE hay tres significados para la palabra devaneo:
1. Delirio, desatino, desconcierto.
2. Distracción o pasatiempo vano o reprensible.
3Amorío pasajero.
Y es que devaneo, el título, creo se ajusta a la historia que narraré:
Una vez terminé mi primaria en el colegio mixto de las hermanas Bethlemitas de Barrancabermeja, que para ser más exacto, mixto solo era el kínder y la primaria, mis padres me matricularon para cursar el bachillerato en el Seminario San Pedro Claver de la misma ciudad en que nací, que contrario al de las hermanas, era solo para varones. Me despaché primero de bachillerato sin pena ni gloria, pero sí con mucho juego y nuevos amigos. Luego, empecé el segundo grado, ahí sí la cosa se puso con más pena que gloria, descubrí que el asunto de estudiar era algo serio, no todo era jugar y jugar, al menos no con las matemáticas ni con el español ni con el inglés ni con la geografía ni con la historia, aunque estas dos últimas no tenían profesores tan acuciosos con sus alumnos, quizás porque eran profesoras y, sentía que les caía bien, por lo que me relajaba un poco. Bastaba con poner en las lecciones orales cara de ternero huérfano y, pese a que mis respuestas demostraban que no abría los libros ni cuadernos en casa, me pasaban; me pasaban mi ignorancia y me pasaban la materia. Empecé a maliciar entonces, por pura observación y sindéresis ―no sé bien qué carajos significa esta palabra pero suena cool para este texto, que a propósito, así hacía mis tareas en aquellos años setenta, por malicia no por sindéresis―, que tenía cierto “don” para con las damas, y para con las profesoras.
La primera vez que sospeché del “don”, para mi infortunio, fue cuatro años atrás, en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, en el que cursé el kínder y la primaria, en el de las monjitas ya mencionadas. Pues aunque aquellas hermanas ciertamente fueron contempladoras, condescendientes, amables, indulgentes y solícitas  conmigo ―excepto una, la profesora de religión en kínder, de cuyo nombre no quiero acordarme ni me acordaré―, supuse que igualmente lo eran con todos los niños y niñas; pero con el paso del tiempo descubrí, para mi beneficio, que ellas no eran así de obsequiosas con todos los niños, menos con las niñas. Hasta me incluyeron en la tuna del colegio, no como guitarrista, que fue mi solicitud con la ensayada cara de ternero huérfano, sino como el chico de la clave. La clave, me dijo la hermana Felisa, directora de la tuna, son dos palitos cortos que supuestamente sirven para marcar el ritmo; un instrumento musical, que creo se lo inventaron para asignarlo a los sujetos como yo, que en vez de poseer un fino y virtuoso oído musical tenemos es un inmaculado oído de artillero. Pero retomando el tema, no sea que me tache alguna de mis severas lectoras de anacoluto, anacoluto el texto no el autor ―¡cuidado, eh!―, cuatro años atrás cursaba el cuarto grado de primaria y fue el año en que hice la primera comunión, pese a mi primera profesora de religión, que objeciones a consumar tal evento no le faltaron. Es que en mi primera comunión, en traje de paño gris y corbatín negro no obstante las altas temperaturas por la que es famosa mi ciudad natal, me pusieron de compañerita para recibir el sacramento ―no faltó la monja creativa que se le ocurrió emparejar a los niños con las niñas como si fuera el otro sacramento, el temido, ya saben― a Martha Gamboa. Ella lucía un vestidito de novia para acabar de ajustar, así disfrazaban a algunas chicas para su primera comunión, a otras con hábito de religiosas, no sé cuál es peor.
El tema no habría pasado a mayores, si ella, Martha Gamboa, fastidiosa como todas las niñitas de su edad, misma edad que yo tenía aunque era unos cinco centímetros más grande que ella, no hubiera quedado en todas, recalco, en T-O-D-A-S las pinches fotos que nos tomaron ese día, mirándome siempre, siempre, siempre... Recibí mi hostia del padre Garzón y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta antes de su turno y ¡flash!, foto de los dos. Luego mi mamá me abrazó entre lágrimas, de ella no mías, y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, se tragó de sopetón su hostia, y ¡flash!, foto de los dos. Luego mi abuela me abrazó, sin lágrimas, fue criada en un orfanato, y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, no se cansaba, y ¡flash!, foto de los dos. Siguieron cuatro abrazos más: el de mi papá y el de mi abuelo y el de mi tía Lucila y el de mi tía Aluvia… y ¡flash, flash, flash, flash! Sí, Martha Gamboa quedó en todas las fotos, sin excepción, con sus ojotes siempre en mi dirección y la boca abierta, como si la gravedad fuera más fuerte que sus músculos maceteros y pterigoideos internos y externos, y le fuera imposible cerrar su mandíbula. Incluso  cuando llegó el momento de cortar la torta envinada con cobertura de costra de azúcar, que las reverendas nos tenían preparada, con vino barato imitación champaña para los adultos ―¡qué esperaba, es presupuesto de monjas!― y gaseosa para los sacramentados. ¡Flash!, foto… y, ¡otra vez Martha Gamboa! Sus ojos casi se le salían de sus cuencas y yo, atormentado como el que más, miraba para otro lado, la evitaba a toda costa ¡qué niña tan fastidiosa! Creo que ella se tomó en serio lo de las parejitas y se imaginó un matrimonio, ¡conmigo! ¡Juré que nunca me casaría, jamás! ¡Ese sacramento siguiente no era para mí! ―cumplí el juramento hasta mis 41 años, ¡por poco lo logro!―.
Desde aquél día fue evidente que Martha Gamboa quería ser mi novia. Es más, lo declaró, que era mi novia. Sí, así se lo decía la muy descarada a todas sus amigas y, peor, a mis amigos del colegio. Para qué cuento más. El resto del curso, cuarto de primaria, se me hizo insufrible, igual el quinto. Pese a que la castigué con el látigo de la indiferencia, no dejó de hacer sus intentos de acercamiento. ¿A qué niño de  nueve años le interesa una novia? ¡Pssst… estaba loca!
Cuando terminé la primaria no la volví a ver hasta que, casi dos años después cuando cursaba el mencionado espinoso segundo de bachillerato, un sábado, mientras acompañaba a mi madre a visitar al doctor en el nuevo Hospital San Rafael de las hermanas hospitalarias ―a veces pienso que las preladas eran mi ventura en aquellos días―, cuya superiora se llamaba Sor Juan, sí, con nombre de hombre, es que las monjas son una especie interesante. Sigamos. Cuando, repito, cuando la vi. Sí, vi a Martha Gamboa. Traté de ocultarme de sus escrutadores ojos, inclinando mi cuerpo en la silla en que esperaba a mi madre frente al consultorio de su doctor, hasta agacharme. Pero con tan mala suerte, que mi cabeza quedó bajo la ventanilla desde la que atendía una enfermera de la sala de urgencias, y mis pies dos sillas más allá.
Justo en ese momento ella encendió el micrófono para llamar a alguien de la sala. Hablaba algo gangosa, dijo por el micrófono: —A los familiades del señod Damido Pédez se les infodma que ha muedto.
La esposa o amante del occiso, vaya uno a saber qué relación tenía con el difunto recién tostado, digo fallecido, quien estaba sentada en la hilera detrás de mi silla, gritó: —¡No me joda!
La enfermera, que la oyó, olvidando apagar el micrófono replicó: —No mejoda ni mejodó ni mejodadá, se mudió.
Además de la gangosa enfermera, de la ahora llorosa viuda y del apuesto niño alto escondido de su “exnovia” ―¡sobra explicar quién es quién!―, no había nadie más en aquella sala de espera del Hospital. Por lo que pronto me sentí atravesado por la mirada de, ¡oh, Dios!, Martha Gamboa me había descubierto, prácticamente acostado en la hilera de sillas junto a la ventanilla, en medio de una inentendible explicación que aquella profesional daba a la inconsolable viuda. No sé si la futura enlutada entendería de qué murió su marido o amante, pues comprender a una enfermera con dificultad para pronunciar la erre, letra que no falta en los términos clínicos, ha de ser desafiante.
Martha Gamboa se veía igual que en nuestra primera comunión. Confieso que por primera vez la vi algo… ¡mmmmm!... digamos que resplandeciente, hasta encantadora. Supongo que la testosterona ya empezaba, a mis doce años, a inundar mi cuerpo ante tan repentino cambio de perspectiva. Sin embargo yo estaba más alto que ella, notablemente más. Conservaba la misma estatura del último día en que la vi, cuando terminamos clase, en quinto grado de primaria.
Se me acercó sonriendo, con tal lentitud que parecía levitar en vez de caminar, tal vez porque estaba descalza. Me levanté de la silla, de la hilera de sillas, mejor dicho. Había leído una vez, en un librito de mi mamá titulado Don de gentes, que los caballeros se ponían de pie cuando una dama se aproximaba a saludar. ¡Caramba, Martha era la misma pero irradiaba un no sé qué! Me saludó pronunciando mi nombre de una manera tan dulce, tan refrescante, tan suave, tan femenina, que me quedé mudo, como congelado. Aquel día tomé consciencia de mi timidez ante las mujeres, aún más si me parecían interesantes.
―¡Ah, estoy aquí, acompañando a mi mamá! ―Fue la primera estupidez que se me ocurrió decir al descongelarme. La segunda fue: ―¿Y tu vives aquí? ―Por supuesto que ella no vivía en el hospital, ¡idiota!, sabía exactamente dónde vivía, pues el bus del colegio la dejaba a ella primero en su casa que a mí en la mía.
Ella solo rió. Pero no a carcajadas, no señor, rió con decoro, como toda una damita. Supongo que me sonrojé por aquella pregunta falta de perspicacia. La timidez es embrutecedora para un hombre, sí, más de una vez he sentido sus efectos. No me respondió, obvio, a una tontería no se responde sino con una sonrisa, si se es inteligente, asertivo y prudente. Ella hizo gala de las tres virtudes. ¿Cómo fue que desprecié a esta chica?, pensé, ¡qué torpe fui!
Pronunció mi nombre de una manera tan pausada, tan mansa, tan distinguida, que por primera vez me gustó el arcaico nombre con el que me bautizaron en honor a mi extinto abuelo paterno. Y agregó, suspirando: ―Fui feliz. Nos volveremos a encontrar, pero no será pronto.
En ese momento mi mamá salió del consultorio y me llamó. Giré la cabeza y con un gesto le dije que esperara un momento, ahora el fastidiado era yo ante la inoportuna aparición materna. Al volver de nuevo mi cabeza hacia Martha, descubrí que ya no estaba frente a mí. Miré a mí alrededor y no la vi. ¿Cómo hizo para desaparecer tan rápido? ¿Se amedrentó con mi madre?
―¿Qué estaba haciendo, papi? ―Preguntó mi madre al acerarse.
Mientras pensaba qué responder, estaba confundido, pues ella debió reconocer a mi compañerita de la primera comunión, la metiche de la enfermera gangosa le vociferó desde su puesto a mi madre: ―Su niño es muy dado, se acostó en las sillas y luego se padó y se puso a hablad solo. Ya está glandecito pada tened amiguitos imaginadios
―¡Que qué! ¿Acaso no vio que conversaba con una amiga del colegio? ―repliqué. No solo era gangosa sino cegatona la enfermera metida.
―¡Amiga, ah ya! Pues sedá invisible tu amiguita, niño.
Mi madre se unió a ella: ―Cuando salí del consultorio, no vi a nadie conversando con usted, papi… ―Mi mamá nunca tuteaba a nadie, ni siquiera a sus hijos ni a mis abuelos.
Le expliqué con cierta rabiecita, a mi mamá, que hablaba con Martha Gamboa.
Apenas pronuncié el nombre de mi amiga, la enfermera, que sin duda gozaba de buen oído, exclamó: ―¡Jesús, Madía y José! ―y se santiguó. No solo era metiche y gangosa, sino que también era gaga: ―¿Ma… Ma… Ma… Madtha Ga… Ga… Ga… Gamboa, Madtha Gamboa? ¿Es…  es…. estudió contigo en las Be… Be… Bethelemitas?
―¡Ah, entonces sí la vio! ―Pillada, pensé.
―¿Ella eda de tu edad, mi niño? ―Ahora la muy metida quería ganarme llamándome mi niño. Moví mi cabeza afirmativamente como respuesta a su pregunta.
―¡Animas del pudgatodio, que Dios las saque de pena y las lleve a descansad! ―oró.
Mi mamá, intrigada y molesta, le preguntó a la lívida enfermera el porqué de su extraño comportamiento.
La enfermera respondió sollozando: ―Madtha Gamboa eda hija de mi mejod amiga, mudió aquí en el hospital la semana pasada, de leucemia.

Abel Carvajal, mayo 23 de 2019.

Abel Carvajal deja de escribir

 "La aventura de escribir ha terminado para mí en esta vida. Debo seguir por el sendero ancho que la Vida me muestra y prestar atención...