El tesoro de Navidad
Por: Abel Carvajal
Hace muchísimo
tiempo, el oro que uno de los Reyes Magos obsequió al Niño Jesús fue llevado
por un Ángel hasta la selva del Amazonas, donde lo dejó bajo la custodia del
Espíritu de la selva. Porque Jesús de Nazaret no necesitaba toda esa riqueza
para cumplir su misión en la Tierra, así que pidió a los ángeles aislar aquel
oro de la codicia de los hombres.
Este tesoro, en el mismo cofre que el
Rey Mago entregó, fue ocultado y protegido de los humanos por todos los animales.
Y para que el secreto nunca llegara a oídos de ningún hombre, el Espíritu de la
Selva quitó a todos los animales y árboles el don de hablar con los humanos.
Sólo podrían entenderse entre ellos, pero nunca un humano podría entender a
ningún animal ni a ningún árbol.
Algún indígena mientras cazaba con su
cerbatana descubrió aquél tesoro, el Tesoro de Navidad, y aunque contó de su
hallazgo a otros, a ninguno le interesó porque el oro no se come como el maíz o
como la mandioca. El oro no era importante para el aborigen del Amazonas.
Transcurrieron más de mil quinientos
años hasta que el hombre blanco descubrió América. Llegaron hombres buenos pero
también malos. Uno de esos malos, muy codicioso, al que llamaban Aguijón supo
del Tesoro de Navidad al amenazar a una familia indígena.
Aguijón remó en una canoa durante
días por el inmenso río Amazonas, decidido a encontrar el codiciado tesoro.
Hasta que finalmente lo halló oculto en la cueva detrás de una cascada, en el
lugar que uno de los indígenas le señaló, el mismo donde el Ángel lo había
ocultado.
–¡Soy rico, soy rico! –Exclamó
Aguijón–. Está pesado este cofre, pero podré cargarlo hasta mi canoa y luego
regresar a casa…
El Espíritu de la Selva, que era
invisible para los hombres pero no para los animales ni los árboles, al ver que
aquel hombre se robaba el tesoro bajo su custodia, reunió a los animales
líderes de cada especie y les preguntó:
–¿Quién de ustedes recuperará el
cofre con el oro?
–¡Yo, que soy el animal más ágil y
feroz de la selva! –Rugió el jaguar–, yo traeré de vuelta el Tesoro de Navidad.
El jaguar, también conocido como
el tigre de América, siguiendo con su
agudo olfato el olor del ladrón lo alcanzó justo antes de que embarcara con el
cofre en la canoa.
Y se lanzó rugiendo furiosamente contra
el hombre:
–¡GRRRRR…!
Aguijón, al ver aquel enorme felino
que lo atacaba dejó caer el cofre y agarrando su arcabuz, sin tener tiempo de
apuntar, disparó.
El jefe de todos los jaguares de la
selva amazónica cayó, los balines lo habían herido en un costado. Adolorido y
sorprendido por aquella desconocida arma que escupía fuego y tronaba, desistió
de su ataque; como pudo huyó entre el matorral.
Los demás animales que observaban
corrieron en su auxilio. Llamaron al Espíritu de la Selva, quien lo curó con su
poder de sanación.
Entonces la anaconda, la serpiente
constrictora más grande de la selva, dijo:
–Esto no es cosa de bravura sino de
sigilo. Así que yo, la más sigilosa y fuerte de los animales, rescataré el
Tesoro de Navidad.
Arrastrándose con rapidez entre la
manigua se acercó hasta el río, cuando ya el ladrón empezaba a remar.
La anaconda se sumergió en el río y
alcanzando la canoa empezó a treparse sigilosamente en ésta, a espaldas del
hombre.
Aguijón sintiendo un anormal peso en
la popa de la canoa, se volteó y la vio. Desenvainó su espada. Pero la
serpiente con la velocidad del rayo se lanzó al río antes de que la hiriera.
Los demás animales que observaban
dieron cuenta de esto al Espíritu de la selva, quién murmuró:
–¿Ahora quién podrá recuperar el
tesoro?
El líder de todos los papagayos, un
guacamayo verde, sí, verde como un loro, porque así eran todas las guacamayas
en aquellos días; parloteó:
–¡Espíritu de la Selva, dame el don
de hablar con los humanos y traeré de vuelta el cofre!
En vista de que no se ofrecía ningún
otro voluntario, pues todos temían a las armas del hombre, el Espíritu de la
Selva le concedió a aquel valiente guacamayo el don de hablar como los hombres.
El guacamayo verde susurró algo a un
par de monos amigos y luego voló en dirección al río.
Siguió con cautela, desde el aire, al
ladrón del tesoro.
Cuando ya anochecía, Aguijón decidió
orillar la canoa y dormir. Desembarcó con el cofre, poniéndolo cerca de la
fogata que encendió para ahuyentar a los animales de la selva.
Mientras extendía una manta para
dormir, el guacamayo verde desde un árbol habló:
–¡Hey, oye compadre! ¡Aquí arriba!
Aguijón sorprendido de que un pájaro
le hablara, pues de donde él venía ningún ave hablaba, sólo atinó a exclamar:
–¿Me hablas a mí?
–¡Así es, viejo! ¡Rrrruuua…! ¡Sí que
eres fuerte y ágil, pero muy tonto!
–¡Qué! ¿Por qué lo dices? –replicó
Aguijón.
–Porque te conformas con ese
cofrecito que tiene muy poco de oro, cuando estás frente a la mina de tan
preciado metal más productiva del mundo… ¡Rrrruuua…! –cotorreó el guacamayo
verde.
–¿Y dónde está esa tal mina,
pajarraco?
–¡Aquí no más, justo frente a tu nariz,
viejo!
–Sólo veo selva.
–Por supuesto que no la ves desde
aquí. Vamos, sígueme y te la mostraré. Claro que si eres un miedoso no irás,
pero te perderás de ser el hombre más rico del mundo… ¡Rrrruuua…! –incitó el
papagayo.
Aguijón pensando que aquel pájaro que
hablaba era un chismoso que no guardaba secreto alguno, quizás ciertamente le
revelaría la tal mina.
Se adentró en la manigua, siguiendo
al papagayo que volaba de rama en rama. Después de caminar un largo rato, le preguntó:
–¿Cuánto más debo caminar para ver la
mina, pajarraco?
–¡Un poco más, un poco más!
¡Rrrruuua…!
El hombre siguió caminando detrás del
guacamayo verde, aunque por la oscuridad del anochecer se le dificultaba ya
divisarlo entre las ramas. Hasta que gritó:
–¡Pajarraco, no te veo! ¿Dónde estás?
Pero el guacamayo no contestó.
Aprovechando la oscuridad voló de regreso hacia la fogata que el hombre había
encendido. Allí le dijo al par de monos amigos suyos, que estaban haciendo
piruetas en un árbol, que la apagaran y que subieran el cofre a la canoa. Luego,
llamó a los delfines rosados del Amazonas; éstos empujaron la canoa por el río
con el tesoro de vuelta a la cueva oculta tras la cascada.
Así el astuto guacamayo, que supo
aprovecharse de la codicia del ladrón para alejarlo del cofre, logró rescatar
el Tesoro de Navidad. Por eso dice el refrán: “más vale maña que fuerza”.
Aquel ladrón, llamado Aguijón, se
perdió para siempre entre la espesura de la inmensa selva amazónica. Pagando
así sus fechorías.
El Espíritu de la Selva, como premio,
concedió para siempre el don del habla a todos los papagayos. Desde entonces
todos los guacamayos, loros, pericos y cacatúas cotorrean.
Pero a las guacamayas, además, les
pintó sus plumas con los más bellos colores de la naturaleza, para que su
especie fuera la más distinguida entre todos los papagayos. Así el guacamayo
que era verde, al que nombró rey de las aves de la selva, ostentó desde aquél
día un lindo plumaje amarillo, azul, rojo y naranja.
Y colorín colorado, el primer cuento
del Rey Papagayo ha terminado.
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