Por qué no fui científico
En momentos como éste, en que enciendo
el fogón, para prepararle unos huevos abelianos
―mi famosa receta secreta que no revelaré― a mi esposa para el desayuno, pienso
en por qué no fui científico. Es que de cuando en cuando, cuando estoy frente
al fogón, y eso sucede en pocos cuándos, aun cuando el uso de tantos cuándos,
con tilde o sin ella, no guste a cuanto sujeto lingüista me lea, suelo
acordarme como ahora, mientras preparo estos huevos ―¡Epa, estoy olvidando la
sal de ajo!―, de aquel día cuando ―el último cuando, lo prometo― en el inicio
de mi adolescencia, sin querer, sin saber, sin proponérmelo y sin permiso de mi
mamá, estuve cocinando betún. Sí, cocinando betún, del primero que se imagina,
el que se usa para lustrar zapatos, porque los conocedores de la culinaria
saben que hay otro betún, uno diferente que sí se usa en suculentas recetas de
repostería, más conocido en los países centroamericanos: una mezcla de azúcar y
clara de huevo batidas, con que se bañan muchas clases de pasteles y dulces.
Pero el betún en cuestión, que en los setenta venía en latas circulares
parecidas a la rueda de un carro de juguete, latas que por cierto eran difíciles
de destapar, pese a una chapita que supuestamente facilitaba su abertura pero
cuyo costo de usarla era el maltratarse los dedos, o peor, herirse en el empate
entre la uña y la carne del dedo utilizado para tal fin, a veces dos dedos; por
lo que, repito, el betún en cuestión al que me refiero, es para embolar ―no sé
por qué le decíamos así, parecía un acto más asociado con empelotar o desnudar
que con brillar o lustrar, aunque peor era el nombre de quien desempeñaba tal
oficio: embolador, ¿un tipo que desnuda a otros?, pensaría un millennial― zapatos de cuero. Además de
lo difícil y peligroso, para los dedos, que era destapar la bendita lata del
betún, con frecuencia aquella pasta negra o marrón, dependiendo del color del
zapato que nos pondríamos al día siguiente ―¡Ah, los tenis son el segundo mejor
invento de las prendas de vestir, después del blue jean!― para ir al colegio, la encontrábamos reseca, agrietada
y hasta hecha harina. ¡Zambomba…!, exclamábamos ―realmente la imprecación era
otra, pero no la cito para que no me cuelguen por chapucero―, especialmente los
más obsesivos con la limpieza; pues la embetunada sería más allá de los
zapatos, se extendería no solo a las manos sino a la camiseta o al pantalón y,
fijo, a la cara. Por eso terminé cocinando betún sin proponérmelo, lo recalco,
no vaya y sea que dude de mi IQ o
coeficiente intelectual, no obstante ese día mi mamá dudó, al igual que mis
primos y mis hermanos y hasta nuestra querida empleada del aseo, ¡qué
vergüenza! Pero la culpa no fue mía del todo, pues días antes del nefasto día
señalado, leí en esos consejitos que algún “genio” escribe en las revistas sobre
cómo solucionar problemillas domésticos, uno que recomendaba, para el betún
resquebrajado, calentar la lata hasta que la pasta se derritiera y pulimentara
o alisara por sí sola. ¡Fácil, eh! Más me demoré en cerrar aquella revista que en
anunciar ―craso error― tan fabuloso descubrimiento a mis hermanos y al par de
primos que nos visitaban durante esas vacaciones, y manos a la obra: abrí la
llave de la pipeta de gas, puse sobre el fogón la lata de betún negro sin la
tapa para poder observar la reacción química ―me sentí todo un científico delante de mis hermanos y primos
menores que me siguieron―, abrí la perilla correspondiente, raspé la cerilla
contra la lija de la caja de fósforos y… ¡Zas!
Encendí el fogón, iniciando el proceso descrito por el autor, que hoy llaman tip. ¿Qué creyó, qué había estallado el
fogón y la cocina? Pues no, el consejo era correcto, solo que no advirtió el
tiempo que debía durar tal proceso y… y… y… ¡FUEGO, FUEGO, LA COCINA SE INCENDIA! Fue el
primer grito que escuché de mi primo más pequeño. La llamarada que salía del
betún fue sobrecogedora, sí, sobrecogedora para mis glándulas que se me
subieron hasta el cuello ―las glándulas de abajo―. En ese instante descubrí que
gozaba de sangre fría, lo primero que hice fue cerrar la válvula de la pipeta
de gas; descubrí que tenía madera de bombero,
pero no manguera, pues las feroces llamaradas no se apagaron. Corrí por una
escoba, en aquel tiempo eran de paja. ¡Sí, sí, sí, ya sé, ahora lo sé!,
guárdese el calificativo, amable lector. Empujé la lata fuera del fogón, o lo
que quedaba de ella. El problema se multiplicó, la lata cayó al suelo, el betún
encendido se esparció por las baldosas de la impecable cocina y la escoba se convirtió
en una antorcha olímpica, parecía la escoba turbojet
de una bruja millenium o la escoba Nimbus 2000 de Harry Potter. Cambié de opinión respecto a que tenía
madera para ser bombero. Corrí hacia el patio con la tea, digo, la ex escoba,
la tiré dentro de la poceta del lavadero que siempre estaba llena de agua y ¡Fsss!... salvado, yo, no la escoba.
Pero dentro de la cocina continuaban los gritos de mis hermanos y primos;
inútiles ellos y estresantes sus alaridos, nunca más los volvería a invitar a
mis experimentos, pensé. El betún sobre el piso seguía ardiendo con furia, corrí
por el balde de aluminio que la empleada utilizaba para trapear, lo llené de
agua bajo el grifo de la cocina, y ¡splash!...
¡No se apagó el bienaventurado betún! Por el contrario, se avivaron las llamas;
ser bombero no es trabajo cómodo. ¡El trapero!, pensé y fui por él… ¿Para qué
cuento más? Segunda antorcha olímpica. Finalmente logré apagar el conato,
bueno, para hacer honor a la verdad él terminó por apagarse solo, una vez se
consumió todo el material combustible, el otrora betún negro. ¡Cáspita, ni
menciono cómo quedó el también otrora impecable piso de la cocina! Si antes de leer el perverso tip de la revista hubiese leído la
primera definición de betún del diccionario de la RAE; sí, si antes hubiese, si antes hubiera, si antes… ¡Pamplinas,
alharacas, gazmoñerías, aspavientos, monerías, melindres, remilgos! ¡Si mi
abuela tuviera ruedas sería una bicicleta! Pero si hubiese leído la definición de betún: nombre
genérico de varias sustancias, compuestas principalmente de carbono e
hidrógeno, que se encuentran en la naturaleza y arden con llama, humo espeso y
olor peculiar. ¡Arden con llama!, ¡arden con llama!... ¡Bendita la hora en que
me enteré de tan sutil particularidad fisicoquímica! Mis nalgas fueron las que
ardieron con llama después de los correazos que mi mamá me propinó. Así mismo
ardió mi ego de científico frustrado ante mis hermanos y primos. ¿Ya entiende por qué no fui científico?... ¡Ay, ya se quemaron estos putos huevos abelianos! ¡Perdón! Corrijo: ¡Caracoles, ya se quemaron
estos huevitos, quedaron del color del betún! Y la próxima vez, mejor preparo
una de las tres variedades de sándwiches del hombre casado.
Acotación 1: Aquel día, después de
ese pequeño incidente, mis rodillas se pelaron de tanto fregar el piso para
quitar las horribles manchas negras de las baldosas, con cepillo, agua y mucho
jabón.
Acotación 2: La nueva escoba y el
nuevo trapero lo descontaron de mi mesada. Nunca más he tenido la oportunidad
de correr con una antorcha olímpica.
Abel Carvajal, mayo 9 de 2019.
-¿Y ya leyó CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS?-
-¿Y ya leyó CUENTOS BLASFEMOS Y MEMORIAS VAGABUNDAS?-
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