A Vincent
Admirado Vincent, aclarándole que
la admiración que le profeso es más por su obra, arrojo y perseverancia que por
su trágica vida, me permito escribirle para iniciar una futura amistad. Inicio con una noticia: es usted ahora
objeto de culto entre los de su oficio, los de la misma especie que lo
criticaron, lo vilipendiaron y hasta lo degradaron de maestro del lienzo a
dizque pintorcito de obras infantiles, como se atrevieron a decírselo.
Sin duda, fue usted un
incomprendido de su época porque fue un adelantado a ella, como suele suceder
con los relegados. ¿Por qué fue un artista solitario y postergado su reconocimiento?
Empecemos por su tardío ingreso
al mundo de las artes plásticas, a aquella exclusiva cofradía plagada de pintores
envidiosos, críticos de arte frustrados por su falta de talento y marchantes
pusilánimes carentes de osadía. Es que Vincent, pintar su primer cuadro a los
28 años de edad, ya de por sí, fue un escupitajo a la cara de aquellos que
pontificaban en esa Europa radical del siglo XIX, que se debía pasar de joven
aprendiz a maestro pintor, no que las primeras pinceladas fueran dignas de un
maestro experimentado. La genialidad siempre es cuestionada, excepto por otro
genio o unos pocos mortales con visión, como sus amigos y su hermano Theo.
Luego, les da una cachetada a los
miembros de aquél sanedrín de jerarcas del arte: Líneas gruesas, contornos
desafiantes, pinceladas sueltas y rápidas y, lo imperdonable por ellos, cuadros
resplandecientes con abundancia de colores y tonos. Atrevido sí, irreverente
también, pero sobresaliente. Elevó el impresionismo a lo inadmitido por la
rigurosidad clásica. Esta suma es lo que despierta mi admiración por usted y su
obra.
Monet intentó salvarlo, como
Nicodemo y José de Arimatea trataron de salvar a Jesús de Nazaret de los suyos,
los fariseos, al decir públicamente que usted era el más brillante pintor de su
época. Pero, al igual que para el Carpintero de Galilea, no sirvió; ambos
fueron crucificados, de diferente modo, por un grupillo de fariseos
confabuladores.
Admirable es también que usted no
se amilanó, pintó como un gigante tocado por la Divinidad, con locura pero
consciente de su chispa. La humildad, don escaso y por lo tanto falso en la
mayoría de los humanos, es una supuesta virtud que inventó la sociedad para
oscurecer el brillo de las estrellas, de las mentes creativas destacadas como
la suya. Haga caso omiso de tan risible acusación, que ni siquiera es virtud de
dios alguno de la mitología greco-romana. Usted los opaca con su sobrehumana
producción: En los nueve años que duró su vida artística pintó más de
doscientos cuadros, ¡doscientos! ¡Dos cuadros por semana! No se habían secado
las pinceladas de oleo del último cuando ya estaba pintando el siguiente. Me
quito el sombrero, el que por cierto usted pocas veces se quitaba, señal de que
estaba en medio de un proceso creativo.
Lo de la oreja que cercenó de un navajazo,
la oreja más famosa de la Historia, ¿como protesta al matrimonio de Theo o como
consecuencia de la discusión con Paul Gauguin o para entregarla como obsequio a
una mujer casquivana que lo decepcionó o por las tres razones o por ninguna?,
es entendible, errar es humano. Entendible que una mente portentosa es a su vez
tormentosa. En la actualidad, un marchante o subastador de arte le diría que
fue un original y sensacional golpe de marketing. Su oreja, créalo o no, ha
encarecido sus cuadros sobremanera, hasta alcanzar unos precios que jamás
imaginó. Confirmación de que usted tenía la razón cuando se fue contra la
pureza del estilo en la pintura, aún del impresionismo. Cotizaciones que nunca
ha superado otro artista, muerto o vivo, hasta la segunda década del siglo XXI.
Demoraron en reconocer el valor
de su obra, pues solo treinta y seis años después de su aparente suicidio a sus
37 años, aparente porque al parecer usted protegió a su asesino, un verdadero
conocedor de arte lo redescubrió.
Es lamentable que no haya
experimentado el placer de vender más de un único cuadro, ni que su querido
hermano Theo lo haya podido ver. Pero fue esa la predestinación de su talento,
el que la Divina Providencia le otorgó para alegrar el alma de los que
apreciamos sus pinturas.
Admirado Vincent van Gogh, usted
vino al mundo, sufrió en él y, al final, lo venció. Espéreme, si le complace,
como su amigo.
Abel Carvajal, mayo 24 de 2019.
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