Devaneo
En el diccionario de la RAE
hay tres significados para la palabra devaneo:
1. Delirio, desatino, desconcierto.
2. Distracción o pasatiempo vano o reprensible.
3. Amorío pasajero.
Y es que devaneo, el título, creo se ajusta a
la historia que narraré:
Una vez terminé mi primaria en el
colegio mixto de las hermanas Bethlemitas de Barrancabermeja, que para ser más
exacto, mixto solo era el kínder y la primaria, mis padres me matricularon para
cursar el bachillerato en el Seminario San Pedro Claver de la misma ciudad en
que nací, que contrario al de las hermanas, era solo para varones. Me despaché
primero de bachillerato sin pena ni gloria, pero sí con mucho juego y nuevos
amigos. Luego, empecé el segundo grado, ahí sí la cosa se puso con más pena que
gloria, descubrí que el asunto de estudiar era algo serio, no todo era jugar y
jugar, al menos no con las matemáticas ni con el español ni con el inglés ni
con la geografía ni con la historia, aunque estas dos últimas no tenían
profesores tan acuciosos con sus alumnos, quizás porque eran profesoras y,
sentía que les caía bien, por lo que me relajaba un poco. Bastaba con poner en
las lecciones orales cara de ternero huérfano y, pese a que mis respuestas
demostraban que no abría los libros ni cuadernos en casa, me pasaban; me
pasaban mi ignorancia y me pasaban la materia. Empecé a maliciar entonces, por
pura observación y sindéresis ―no sé bien qué carajos significa esta palabra
pero suena cool para este texto, que
a propósito, así hacía mis tareas en aquellos años setenta, por malicia no por sindéresis―,
que tenía cierto “don” para con las damas, y para con las profesoras.
La primera vez que sospeché del
“don”, para mi infortunio, fue cuatro años atrás, en el Colegio del Sagrado
Corazón de Jesús, en el que cursé el kínder y la primaria, en el de las
monjitas ya mencionadas. Pues aunque aquellas hermanas ciertamente fueron contempladoras,
condescendientes, amables, indulgentes y solícitas conmigo ―excepto una, la profesora de
religión en kínder, de cuyo nombre no quiero acordarme ni me acordaré―, supuse
que igualmente lo eran con todos los niños y niñas; pero con el paso del tiempo
descubrí, para mi beneficio, que ellas no eran así de obsequiosas con todos los
niños, menos con las niñas. Hasta me incluyeron en la tuna del colegio, no como
guitarrista, que fue mi solicitud con la ensayada cara de ternero huérfano,
sino como el chico de la clave. La clave, me dijo la hermana Felisa, directora
de la tuna, son dos palitos cortos que supuestamente sirven para marcar el
ritmo; un instrumento musical, que creo se lo inventaron para asignarlo a los
sujetos como yo, que en vez de poseer un fino y virtuoso oído musical tenemos
es un inmaculado oído de artillero. Pero retomando el tema, no sea que me tache
alguna de mis severas lectoras de anacoluto, anacoluto el texto no el autor
―¡cuidado, eh!―, cuatro años atrás cursaba el cuarto grado de primaria y fue el
año en que hice la primera comunión, pese a mi primera profesora de religión,
que objeciones a consumar tal evento no le faltaron. Es que en mi primera
comunión, en traje de paño gris y corbatín negro no obstante las altas
temperaturas por la que es famosa mi ciudad natal, me pusieron de compañerita
para recibir el sacramento ―no faltó la monja creativa que se le ocurrió
emparejar a los niños con las niñas como si fuera el otro sacramento, el
temido, ya saben― a Martha Gamboa. Ella lucía un vestidito de novia para acabar
de ajustar, así disfrazaban a algunas chicas para su primera comunión, a otras
con hábito de religiosas, no sé cuál es peor.
El tema no habría pasado a
mayores, si ella, Martha Gamboa, fastidiosa como todas las niñitas de su edad,
misma edad que yo tenía aunque era unos cinco centímetros más grande que ella,
no hubiera quedado en todas, recalco, en T-O-D-A-S las pinches fotos que nos
tomaron ese día, mirándome siempre, siempre, siempre... Recibí mi hostia del
padre Garzón y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta antes de su turno y
¡flash!, foto de los dos. Luego mi mamá me abrazó entre lágrimas, de ella no mías,
y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, se tragó de sopetón su hostia, y
¡flash!, foto de los dos. Luego mi abuela me abrazó, sin lágrimas, fue criada
en un orfanato, y Martha Gamboa mirándome con la boca abierta, no se cansaba, y
¡flash!, foto de los dos. Siguieron cuatro abrazos más: el de mi papá y el de
mi abuelo y el de mi tía Lucila y el de mi tía Aluvia… y ¡flash, flash, flash,
flash! Sí, Martha Gamboa quedó en todas las fotos, sin excepción, con sus
ojotes siempre en mi dirección y la boca abierta, como si la gravedad fuera más
fuerte que sus músculos maceteros y pterigoideos internos y externos, y le
fuera imposible cerrar su mandíbula. Incluso cuando llegó el momento de cortar la torta
envinada con cobertura de costra de azúcar, que las reverendas nos tenían
preparada, con vino barato imitación champaña para los adultos ―¡qué esperaba,
es presupuesto de monjas!― y gaseosa para los sacramentados. ¡Flash!, foto… y,
¡otra vez Martha Gamboa! Sus ojos casi se le salían de sus cuencas y yo,
atormentado como el que más, miraba para otro lado, la evitaba a toda costa
¡qué niña tan fastidiosa! Creo que ella se tomó en serio lo de las parejitas y
se imaginó un matrimonio, ¡conmigo! ¡Juré que nunca me casaría, jamás! ¡Ese
sacramento siguiente no era para mí! ―cumplí el juramento hasta mis 41 años,
¡por poco lo logro!―.
Desde aquél día fue evidente que
Martha Gamboa quería ser mi novia. Es más, lo declaró, que era mi novia. Sí,
así se lo decía la muy descarada a todas sus amigas y, peor, a mis amigos del
colegio. Para qué cuento más. El resto del curso, cuarto de primaria, se me hizo
insufrible, igual el quinto. Pese a que la castigué con el látigo de la
indiferencia, no dejó de hacer sus intentos de acercamiento. ¿A qué niño
de nueve años le interesa una novia?
¡Pssst… estaba loca!
Cuando terminé la primaria no la
volví a ver hasta que, casi dos años después cuando cursaba el mencionado espinoso
segundo de bachillerato, un sábado, mientras acompañaba a mi madre a visitar al
doctor en el nuevo Hospital San Rafael de las hermanas hospitalarias ―a veces
pienso que las preladas eran mi ventura en aquellos días―, cuya superiora se
llamaba Sor Juan, sí, con nombre de hombre, es que las monjas son una especie
interesante. Sigamos. Cuando, repito, cuando la vi. Sí, vi a Martha Gamboa.
Traté de ocultarme de sus escrutadores ojos, inclinando mi cuerpo en la silla
en que esperaba a mi madre frente al consultorio de su doctor, hasta agacharme.
Pero con tan mala suerte, que mi cabeza quedó bajo la ventanilla desde la que
atendía una enfermera de la sala de urgencias, y mis pies dos sillas más allá.
Justo en ese momento ella encendió
el micrófono para llamar a alguien de la sala. Hablaba algo gangosa, dijo por
el micrófono: —A los familiades del señod Damido Pédez se les infodma que ha muedto.
La esposa o amante del occiso, vaya
uno a saber qué relación tenía con el difunto recién tostado, digo fallecido, quien
estaba sentada en la hilera detrás de mi silla, gritó: —¡No me joda!
La enfermera, que la oyó,
olvidando apagar el micrófono replicó: —No mejoda
ni mejodó ni mejodadá, se mudió.
Además de la gangosa enfermera,
de la ahora llorosa viuda y del apuesto niño alto escondido de su “exnovia”
―¡sobra explicar quién es quién!―, no había nadie más en aquella sala de espera
del Hospital. Por lo que pronto me sentí atravesado por la mirada de, ¡oh,
Dios!, Martha Gamboa me había descubierto, prácticamente acostado en la hilera
de sillas junto a la ventanilla, en medio de una inentendible explicación que aquella
profesional daba a la inconsolable viuda. No sé si la futura enlutada
entendería de qué murió su marido o amante, pues comprender a una enfermera con
dificultad para pronunciar la erre, letra que no falta en los términos clínicos, ha
de ser desafiante.
Martha Gamboa se veía igual que en nuestra primera comunión. Confieso que por primera vez la vi algo… ¡mmmmm!...
digamos que resplandeciente, hasta encantadora. Supongo que la testosterona ya
empezaba, a mis doce años, a inundar mi cuerpo ante tan repentino cambio de
perspectiva. Sin embargo yo estaba más alto que ella, notablemente más.
Conservaba la misma estatura del último día en que la vi, cuando terminamos
clase, en quinto grado de primaria.
Se me acercó sonriendo, con tal
lentitud que parecía levitar en vez de caminar, tal vez porque estaba descalza.
Me levanté de la silla, de la hilera de sillas, mejor dicho. Había leído una vez,
en un librito de mi mamá titulado Don de
gentes, que los caballeros se ponían de pie cuando una dama se aproximaba a
saludar. ¡Caramba, Martha era la misma pero irradiaba un no sé qué! Me saludó
pronunciando mi nombre de una manera tan dulce, tan refrescante, tan suave, tan
femenina, que me quedé mudo, como congelado. Aquel día tomé consciencia de mi
timidez ante las mujeres, aún más si me parecían interesantes.
―¡Ah, estoy aquí, acompañando a
mi mamá! ―Fue la primera estupidez que se me ocurrió decir al descongelarme. La
segunda fue: ―¿Y tu vives aquí? ―Por supuesto que ella no vivía en el hospital,
¡idiota!, sabía exactamente dónde vivía, pues el bus del colegio la dejaba a
ella primero en su casa que a mí en la mía.
Ella solo rió. Pero no a
carcajadas, no señor, rió con decoro, como toda una damita. Supongo que me
sonrojé por aquella pregunta falta de perspicacia. La timidez es embrutecedora
para un hombre, sí, más de una vez he sentido sus efectos. No me respondió,
obvio, a una tontería no se responde sino con una sonrisa, si se es
inteligente, asertivo y prudente. Ella hizo gala de las tres virtudes. ¿Cómo
fue que desprecié a esta chica?, pensé, ¡qué torpe fui!
Pronunció mi nombre de una manera
tan pausada, tan mansa, tan distinguida, que por primera vez me gustó el
arcaico nombre con el que me bautizaron en honor a mi extinto abuelo paterno. Y
agregó, suspirando: ―Fui feliz. Nos volveremos a encontrar, pero no será
pronto.
En ese momento mi mamá salió del
consultorio y me llamó. Giré la cabeza y con un gesto le dije que esperara un
momento, ahora el fastidiado era yo ante la inoportuna aparición materna. Al
volver de nuevo mi cabeza hacia Martha, descubrí que ya no estaba frente a mí.
Miré a mí alrededor y no la vi. ¿Cómo hizo para desaparecer tan rápido? ¿Se
amedrentó con mi madre?
―¿Qué estaba haciendo, papi?
―Preguntó mi madre al acerarse.
Mientras pensaba qué responder,
estaba confundido, pues ella debió reconocer a mi compañerita de la primera
comunión, la metiche de la enfermera gangosa le vociferó desde su puesto a mi
madre: ―Su niño es muy dado, se
acostó en las sillas y luego se padó
y se puso a hablad solo. Ya está glandecito pada tened amiguitos imaginadios…
―¡Que qué! ¿Acaso no vio que
conversaba con una amiga del colegio? ―repliqué. No solo era gangosa sino
cegatona la enfermera metida.
―¡Amiga, ah ya! Pues sedá invisible tu amiguita, niño.
Mi madre se unió a ella: ―Cuando
salí del consultorio, no vi a nadie conversando con usted, papi… ―Mi mamá nunca
tuteaba a nadie, ni siquiera a sus hijos ni a mis abuelos.
Le expliqué con cierta rabiecita,
a mi mamá, que hablaba con Martha Gamboa.
Apenas pronuncié el nombre de mi
amiga, la enfermera, que sin duda gozaba de buen oído, exclamó: ―¡Jesús, Madía y José! ―y se santiguó. No solo
era metiche y gangosa, sino que también era gaga: ―¿Ma… Ma… Ma… Madtha Ga… Ga… Ga… Gamboa, Madtha Gamboa? ¿Es… es…. estudió contigo en las Be… Be…
Bethelemitas?
―¡Ah, entonces sí la vio! ―Pillada,
pensé.
―¿Ella eda de tu edad, mi niño? ―Ahora la muy metida quería ganarme
llamándome mi niño. Moví mi cabeza afirmativamente como respuesta a su
pregunta.
―¡Animas del pudgatodio, que Dios las saque de pena y las lleve a descansad! ―oró.
Mi mamá, intrigada y molesta, le
preguntó a la lívida enfermera el porqué de su extraño comportamiento.
La enfermera respondió sollozando:
―Madtha Gamboa eda hija de mi mejod
amiga, mudió aquí en el hospital la
semana pasada, de leucemia.
Abel
Carvajal, mayo 23 de 2019.