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A continuación podrá leer el borrador de los primeros tres capítulos de "EL MAGO DE MESOPOTAMIA, Descubriendo el último misterio":
EL MAGO DE MESOPOTAMIA
Descubriendo el Último Misterio
Abel Carvajal
©Abel Carvajal. 2000. Derechos de autor reservados. Para contactar al autor escriba a: mateolevi@gmail.com
A mi Sulamita
"La que vale es la última vida"
Mahoma
Felipe se encontró con Natanael y le dijo: "Hemos hallado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret."
Natanael le replicó: "Pero ¿qué cosa buena puede salir de Nazaret?" Felipe le contestó: "Ven y lo verás."
Cuando Natanael llegaba donde Jesús, éste dijo de él: "Ahí viene un verdadero israelita de corazón sencillo." Natanael le preguntó: "¿De cuándo acá me conoces?" Jesús le respondió: "Antes que Felipe te hablara, cuando estabas bajo la higuera, ahí te conocí."
Natanael exclamó: "Maestro, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!" Jesús le dijo: "Tu crees porque te he dicho: Te vi bajo la higuera. Verás cosas mayores que éstas."
Juan 1, 45-50
I
Muchas cosas han pasado desde que salí de Roma hace más de tres inviernos, en el año 14 del reinado de "El Dácico"*, mi magnánimo tío con quien no se aún si tengo la fortuna o desventura de compartir el nombre, como tu bien sabes apreciado Fabio.
Te sorprenderá la extensión de este escrito así como el apenas legible pergamino que lo acompaña, que por la Gracia Divina no fue totalmente consumido por el fuego. Los que deposito bajo tu custodia hasta mi llegada a Lugdunum**, si es que el mensajero logró cumplir cabalmente su misión. En caso contrario solicito, en nombre del único y verdadero Dios, a quien en sus manos posea estos rollos su protección y difusión de lo que en ellos encontrará, asegurando su conservación de generación en generación para que en tiempos futuros los hombres conozcan la Verdad. Igual pedido te hago excelente Fabio, en nombre de nuestra antigua amistad, si después de un tiempo prudente no vuelves a tener noticias mías.
Confiando pues en los designios de Dios, he decidido componer para ti y para todos aquellos que quieran conocer la Verdad, un relato ordenado de todo lo importante que me sucedió en estos tres años y que cambió mi vida para siempre.
El Trajano que te escribe no es el mismo con quien compartiste la mesa en aquella magnífica fiesta con la que me honraste en tu espléndida casa en Lugdunum. Tampoco es el mismo que luchó a tu lado en las guerras por la Dacia, y menos aún, el muchacho orgulloso de su pasado turdetano junto al que creciste jugando en los alrededores de nuestra Itálica. Recuerdos que todavía guardo en mi corazón.
Así es, yo Marco Trajano, quien no cabía de gozo y vanidad cuando mi célebre tío se vistió de púrpura, quien blandía con excesivo donaire el Sello Imperial cuando se me encomendó la supervisión de la construcción de la vía entre Benavento con Brindisi, y no supe elegir entre apaciguar mi ira a empuñar la espada ante las ofensas de algunos desdichados; confieso con la humildad que sólo da un espíritu arrepentido, que estaba equivocado y demasiadas veces actué mal. Hoy, cuando he visto pasar casi cuarenta primaveras, puedo decir que soy otro hombre, gracias a que otros me mostraron el Camino a la Verdad y a la Vida, la Verdadera Vida.
Como recordarás cuando te visité en Lugdunum, ya hacía un largo tiempo me había retirado de la vida militar en pos de colaborarle al César en la administración del Imperio. Contaba con una modesta pero suficiente fortuna producto de los botines que me correspondieron como Capitán de Legión en las guerras por la Dacia, que bien sabes no escasearon. Además de las recompensas que eventualmente recibí de mi generoso tío por lo que él consideraba un buen desempeño en mis funciones administrativas, tal y como lo hacía con los demás que le servían lealmente. Es así que quise imitarte, comprando una hacienda no muy lejos de Roma adonde pudiera retirarme de la vida pública, dedicarme al estudio de la Filosofía, tal vez casarme y construir una familia. Aunque todavía no conocía a ninguna mujer, hija de algún patricio o al menos ciudadana romana, que cumpliera los requisitos que exigía para tal fin. ¡Cuán equivocado estaba!
Recién me había instalado en la casa de mi hacienda junto con mi leal esclavo egipcio, que antes había servido a Domiciano, después a Nerva y luego a mi tío, quien me lo obsequió un día sin más razón que "llévatelo, ya merece descanso en manos de un amo que no tenga mujer que lo azote." Además de Ahmés, que así se llamaba el viejo esclavo que conoció los secretos más íntimos de tres césares y de cuyo nombre se ufanaba que perteneció a un antiguo general tebano que expulsó a los hicsos de su milenario país, llevé conmigo a la bella esclava judía que dos años atrás había rescatado en el puerto de Ancona de las manos de un inescrupuloso mercader sirio. Cuando una lluviosa mañana llegó hasta mi puerta un mensajero de César Augusto Trajano "El Dácico".
Pese a que no estuvo muy de acuerdo cuando decidí renunciar a mi cargo, el Dácico comprendió y aceptó. Ahora en su carta, sin ninguna explicación, me pedía regresar al Palacio.
Sulamita, mi joven esclava, me puso la capa con la suavidad que la caracterizaba en su trato. Al mirarla ella leyó en mis ojos la preocupación de que se frustraran los planes de llevar una vida alejada de la política. "Confía en la voluntad de Dios, Él te dará lo mejor," me susurró.
"¿Acaso lo mejor que te pudo dar tu dios fue hacerte esclava?" Le repliqué. Bajó su cabeza. Arrepentido por la crudeza de mis palabras, agregué: "Está bien, pídele a tu dios judío que me acompañe." Sus ojos negros brillaron de nuevo.
Siempre había sido un escéptico en cuestiones religiosas, así se tratasen de los dioses del Olimpo, de los dioses con cuerpos humanos y cabezas animales que adoraba Ahmés, o del tal Yavé, el Dios sin rostro ni cuerpo que pregonaba el pueblo al que pertenecía Sulamita. Mi educación filosófica sumada a la observación del mundo y de los hombres, me hacía difícil creer en uno o varios seres superiores al ser humano. Dioses en contra de toda lógica o razón, que consideraba más como productos de la necesidad del Hombre de responsabilizar de los actos humanos a actores invisibles supramundanos y del no aceptar que la vida simplemente termina con la muerte, engañándose con la ilusión de una supuesta vida en el más allá.
No obstante existían muchos interrogantes sobre la condición humana, sobre la vida y sobre la muerte, a los que no encontraba respuestas satisfactorias. Por lo que leía y escuchaba con atención desapasionada toda filosofía y religión nueva que estuviera a mi alcance, sin excluir temas oscuros como la magia y la hechicería, logrando sólo aumentar más las dudas al respecto. Hasta tal punto que llegué a una conclusión: O caía en un mar de confusiones que podrían llevarme al borde de la locura, o, abandonaba toda búsqueda de respuestas y me refugiaba en la seguridad de mi escepticismo. Opté por la sana e indiferente incredulidad. Cuando me llegara la muerte encontraría las respuestas, si es que existía alguna.
Pero sería injusto sino reconociera que durante todos aquellos años de búsqueda de la Verdad aprendí de filósofos, sacerdotes, magos y ascetas, así como de algunas religiones, valiosa sabiduría. La que me permitió extractar muchas cosas ciertas, que encontraba en común, entre las diversas creencias y pensamientos.
Empecé a dilucidar que la verdadera magia, la verdadera Fe, es la "de adentro hacia afuera", como la llamé. Es ésta la que logra el cambio interior, del ser, la que alcanza la libertad del espíritu, a través del reconocer y aceptar el destino, el sino del hombre, cumpliendo a cabalidad su misión. Fortaleciendo el espíritu con el manejo de la energía interna, multiplicándola en vez de derrocharla en los asuntos que se originan en la vanidad, emociones dañinas, que son los verdaderos demonios: La envidia, los celos, la ira, el egoísmo, el engaño, la codicia, el odio y la venganza.
Descubrí también, que las mujeres y los hombres somos infelices porque andamos por la vida cargados de apegos y de rutinas. Somos ciegos, no vemos lo que hay que ver ni sentimos lo que hay que sentir, cuando el mundo nos ofrece sus bellezas a diario. El secreto de la felicidad es sencillo: Hay que ver, sentir y vivir al máximo cada día con los regalos que la Naturaleza, la Vida misma, nos obsequia.
Y es que conocí a hombres verdaderamente ricos, no por sus bienes materiales, aunque algunos también los poseían en abundancia, sino ricos de espíritu, felices, llenos de esa misteriosa energía vital. Una especie de gran fuego interior, de energía multiplicada, que hace que todo surja como por arte de magia, que todo salga bien, que hasta los deseos más sublimes se cumplan. Hombres que han descubierto esa magia "de adentro hacia afuera" y viven cada día de acuerdo al secreto de la felicidad. Hombres que traslucen su "riqueza" a través de la paz y serenidad que irradian.
Algo que cualquiera puede alcanzar si multiplica su energía interna, alimentando bien las llamas de ese fuego interior. Lo que me propuse y poco a poco comencé a ganar. Siendo ésta la principal razón por la que desdeñé la promisoria carrera política que tal vez hubiese desarrollado bajo el manto protector del César. Decisión inaceptable para muchos.
Creo que ahora queda más claro el motivo de mi preocupación ante la inesperada llamada del Dácico.
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(*)Marco Ulpio Trajano "El Dácico": Nacido en Itálica (España) en el año 53 d.C. cerca de Sevilla. Emperador romano (98-117). El primer extranjero que ascendió al trono. En el 91 fue nombrado Cónsul por Domiciano y en el 96 gobernador de Germania Superior; en el 97 fue adoptado por Nerva al que sustituyó a su muerte en el 98. Restituyó al Senado algunas de las prerrogativas que le habían sido quitadas por sus antecesores. Convirtió la Dacia en provincia romana tras dos guerras (101-102 y 105-107), por lo que ganó el apodo de "El Dácico"; anexionó la Arabia Pétrea y tras vencer a los partos, Mesopotamia, Asiria y Armenia. Gobernante progresista; su reinado destacó por el saneamiento de la política administrativa imperial y por el impulso dado al comercio y a la agricultura. Construyó numerosas obras como el gran Foro Romano; vías como la Vía Trajana, que unía Benavento con Brindisi; puertos como Ancona y Civitavecchia; puentes como el Alcántara, sobre el Tajo; y monumentos como la "columna" que lleva su nombre. Consideró a los cristianos fuera de la ley pero no los persiguió obsesivamente. En su época se desarrollaron notablemente la literatura y el arte. Murió en el 117.
(**)Lugdunum: nombre latino de Lyon (Francia).
II
Para muchos debido a su origen provinciano, pero yo que le conocía bien, sabía que la sencillez del Dácico iba acorde con su práctico estilo de vida, la que ahora se reflejaba en el palacio de los césares. Sencillez que entraba en contradicción con su vanidad. Ambas, virtud y defecto, han sido marca de familia.
"Veo que te ha sentado bien la vida en el campo," fue su saludo.
"Así es loado César." Sólo en las reuniones familiares lo trataba de tío y ésta no lo era a juzgar por la presencia de sus consejeros.
Después de preguntarme por mis negocios y comentarme asuntos triviales de Estado, de los que por mi cargo anterior tenía conocimiento, hizo una pausa y miró a uno de sus consejeros. Éste le pasó una carta. Dejando de pasearse por el salón se sentó en su silla mientras la desenrolló con lentitud mirándome en silencio con cierta picardía.
"Escucha con atención," dijo finalmente antes de iniciar la lectura de un breve párrafo que, intuí de inmediato, truncaría mi plan de retiro:
"El contagio de la superstición cristiana* no se limita ya a las ciudades sino que se ha propagado a los pueblos y campos, y se ha apoderado de personas de toda edad, sexo y condición. Nuestros templos están casi desiertos y despreciadas las ceremonias." Enrollando de nuevo la carta habló con tono serio: "Nuestro procónsul en Bitinia** está muy alarmado por la proliferación de esta secta judía en el Imperio..."
"Conque Plinio el Joven es el autor de esa carta," pensé con molestia, pues recordaba esa chocante actitud adulatoria que era una constante en él, al menos mientras vivió en Roma antes de ser nombrado procónsul. A lo mejor, el astuto Dácico cansado de su presencia le encargó el gobierno de esa alejada provincia.
"No veo por qué tanta prevención contra los cristianos, es sólo una secta más de judíos, y el Imperio ha sido tolerante con todas las religiones de los pueblos donde ha llegado con la 'pax romana'. Nada más aquí en Roma hay un templo a Amón, dios de los egipcios, cosa que creo no molesta a Júpiter; por no mencionar las orgías, que interrumpen la tranquilidad de la ciudad, organizadas por los seguidores de Baco." Me atreví a refutar.
"En el fondo estoy de acuerdo contigo. Además, políticamente es beneficioso tolerar las diversas religiones, teniendo en cuenta el considerable poder e influencia que ejercen los sacerdotes de casi todas éstas sobre los fieles, que son la mayoría de los habitantes del Imperio. Pero a mis consejeros, como a Plinio, les preocupa la prédica poco conveniente para Roma de los seguidores de aquel galileo que el procurador de Judea en tiempos de Tiberio tuvo que ajusticiar." Dijo en tono menos formal.
"Si me permites señor, quisiera agregar algo." Murmuró uno de sus consejeros. Se estaban demorando en meter sus narices, o mejor, sus lenguas.
No tengo nada en contra de que un gobernante cuente con otros a su alrededor que lo aconsejen, de hecho lo considero sabio, pero siempre y cuando éstos obren de manera imparcial, objetiva y superponiendo los intereses del pueblo a los propios, incluso por encima de los intereses del gobernante mismo. Tal vez una utopía. Pero los allí presente, los conocía, eran unos codiciosos que no vacilaban en servir primero a sus bolsas y a la de otros patricios que al pueblo romano.
El consejero continuó con la venia del César: "La preocupación por los cristianos no es tan infundada, capitán Trajano." Pronunció con prepotencia mi antiguo rango militar, queriendo recordarme que un legionario no discute con el César. "Ellos, apoyados en un supuesto amor al prójimo que incluye al enemigo mismo, están implícitamente contra las políticas y leyes de Roma. Es así como se oponen de manera abierta al servicio militar. Pero eso no es lo más grave. Sabes perfectamente que en su mayoría son esclavos y pobres," sentí que su tuteo era hipócrita, "lo que representa un peligro potencial para el Imperio." Hizo adrede una pausa para remarcar esta última frase.
"Explíquese mejor, pues ahora tengo la inteligencia lenta de un campesino, no la aguda mente de un consejero." Observé como mi tío esbozó una leve sonrisa, le encantaba mi cinismo.
"¡Vaya! Nunca dejas de sorprendernos." Puso a los otros dos consejeros de su lado. "Tu que ahora eres un hacendado, un patricio de la misma familia del César, deberías estar consciente que una rebelión de esclavos y siervos te afectaría notablemente, llevándote a la ruina como a los demás hacendados. ¿O quién araría tus tierras, cuidaría tu ganado o cosecharía tus olivos? ¿Acaso tu mismo, que ni hijos tienes?" Un golpe bajo. Me mordí la lengua. Continuó: "¿O quién te prepararía la cena o asearía tu casa, sino contaras con tu esclavo egipcio o... la judía? Que hasta otros favores podrá concederte." Dos golpes. El desgraciado aún no perdonaba que me le hubiese atravesado en la subasta de esclavos en el puerto de Ancona.
Este hombre, llamado Cornelio, era más rico, pero cuando descubrí a Sulamita en el muelle llegué a un acuerdo secreto con el traficante sirio, quien a cambio de una cuantiosa cantidad de plata y de un favor, que justo mi alto cargo público podía hacerle, la retiró del registro de la subasta de esclavos y me la vendió.
Ahora me daba cuenta que tenía un enemigo más en la corte del César. Agradecí en mi interior el vínculo sanguíneo que me unía con el hombre más poderoso del mundo. Decidí controlarme y ver hasta dónde llegaría Cornelio, además, todavía ignoraba de qué se trataba todo esto.
El consejero Cornelio siguió diciendo: "¿O estarías dispuesto a pagar salarios a los jornaleros para que trabajen tu campo, menguando tus ganancias? La alarma del procónsul Plinio por la propagación del culto cristiano no es nueva. Ya cincuenta años atrás Nerón les temía como insurgentes, y con razón, incendiaron a media Roma. Domiciano tampoco estuvo tranquilo con ellos..."
No lo soporté más. Interrumpí las sandeces que ahora vomitaba este hombre, del que me preguntaba si no estaría pagado por los ricos sacerdotes de las otras religiones: "¡Oh, vamos! Todos aquí sabemos que el incendio de Roma fue el producto de una confabulación del pretor Tigelino, hombre cruel en quien Nerón confiaba demasiado." Remarqué pausadamente esta última frase y continué: "Al que el buen sentido del emperador Otón más tarde condenaría al suicidio. En cuanto al temor de una rebelión fomentada por los cristianos tus mismas palabras la descartan," le di de su misma bebida, "cuando dices que ellos se fundamentan en el amor al prójimo incluido el enemigo. ¿Cómo una religión con una filosofía así podría desencadenar la violencia o la rebeldía? Y en caso tal, ¿sería la primera rebelión de esclavos que el Imperio debería sofocar? Además," me dirigí hacia los otros consejeros, "piensen esto: Si se trata de una religión más, invento de los hombres, no perdurará, pero si en realidad proviene de un verdadero dios ¿quién podrá impedir su propagación?"
¡Por las barbas de Neptuno! ¿De dónde había sacado aquel discurso? Sin querer asumí el papel de defensor de los cristianos ante el César. Unos pobres perseguidos desde la época de Nerón, que profesaban una fe que me era ajena, pues más que una religión organizada los consideraba un grupo clandestino de fanáticos. Aunque reconozco que me simpatizaban por alguna inexplicable razón. Tal vez porque no se trataba de una religión impuesta por una casta dominante o clase gobernante, sino más bien todo lo contrario, estaba naciendo una nueva religión "de abajo hacia arriba".
"Tu locuacidad no nos abruma ni tus palabras nos convencen." Replicó Cornelio de nuevo incluyendo a los demás. "Pareciera que tu esclava judía te está convirtiendo a su secta."
Quedé pasmado, no se si por la falta de respeto del rencoroso consejero o porque jamás se me ocurrió que Sulamita fuese cristiana. La ira iba apoderándose de mi mente.
"¡Basta ya!" Intervino oportunamente el Dácico. "Me es suficiente con evitar que este asunto de los cristianos no se convierta en un problema de Estado y tenga que pasar al Senado, como para que dos de mis más leales y allegados hombres lo transformen en un conflicto personal."
Reinó en la sala un silencio tenso.
"Si supiera la dulce Sulamita del viejo necio y baboso que el destino quiso librarla," pensaba. "¿Será cierto que es cristiana? Este intrigante senil no se atrevería a ofender a un sobrino del César así porque sí... Pero si yo la he tratado con bondad y le he depositado mi más absoluta confianza, ¿por qué nunca me lo confesó? ¿Acaso me teme?..." El muy maldito me había clavado la ponzoña de la duda. Pero no caería en su juego. Me juré no indisponer mi ánimo contra la muchacha.
El Dácico se levantó de su silla. Con un rostro endurecido se dirigió a los tres consejeros: "Bien, señores. Creo que estarán de acuerdo por las palabras de Marco y por sus actuaciones anteriores al servicio de Roma, que es un hombre objetivo y justo, aunque a veces apasionado defensor de las causas nobles. Lo que no deja de preocuparme ya que muchas de las buenas causas son causas perdidas." Hizo una pausa sonriendo al tiempo que se acomodaba su manto purpúreo. Los consejeros también sonrieron excepto Cornelio. Continuó: "Así que seguiremos con el plan." Observó con gracia mi reacción de sorpresa, la que no pude ocultar.
Ya intuía que algo no me gustaba de este llamado del César, menos la presencia de sus consejeros. Era evidente que yo hacía parte del mencionado plan, del que momentos después me enteré se oponía a mis propios planes. Mas, qué hacer, la voluntad del César subyugaba la mía.
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(*) En Antioquía (Siria) se les dio el nombre de cristianos a los seguidores de Jesús de Nazaret, que antes se les llamaba nazarenos y eran considerados una secta judía.
(**)Bitinia (Bithynia): antigua región al noroeste de Asia Menor. Hoy forma parte de Turquía
III
Tres semanas después estaba dando las instrucciones finales a mis siervos de mayor confianza y al viejo mayordomo de la hacienda, a quien encargué de su administración durante mi ausencia. Hombre confiable, muy conocedor de los secretos del campo y del cultivo de olivos, recomendado por el anterior propietario, a quien había prestado también excelentes servicios al igual que al padre de éste.
Sentí tristeza de tener que dejar esta agradecida tierra, pese a que llevaba poco tiempo de haberme instalado en la hacienda. Pero es que una buena finca es como una hermosa mujer, primero nos atrae con su belleza natural, luego, si descubrimos empatía y nos sentimos a gusto ya se hará difícil apartarnos de ella.
Ordené a Ahmés y a Sulamita que empacaran la menor cantidad de cosas posible. Nada más la ropa, mantas y abrigo necesario para el invierno que apenas iniciaba, para ellos y para mí. Como legionario había aprendido que cada bulto adicional era causa de problemas y retrasos. Lo demás que nos llegara a faltar lo compraríamos. Llevaría suficiente oro, plata y tablas de reconocidos cambistas. Dinero que en su mayor parte me suministró el Dácico, pues iba en misión oficial con las respectivas cartas de presentación selladas por el mismo César.
Sulamita no ocultaba su entusiasmo por el viaje, propio de su curiosidad juvenil. No así Ahmés, quien no dejaba de rezongar por las molestias que esa inesperada misión le ocasionaría a un viejo cansado y cojo esclavo como él, según sus propias palabras. Aunque yo tenía presente su cojera, consecuencia de la salvaje paliza que le hizo propinar una infame concubina del emperador Domiciano, no la consideraba excusa suficiente para privarme de su útil compañía. Creo más bien, que en el fondo él sentía miedo, pues en su ya larga vida no había conocido mundo diferente al Egipto de su infancia y a la Roma de su juventud y madurez. Su robusta salud era envidiable, gracias muy seguramente a su también robusto estómago. No en balde eran famosas sus habilidades culinarias y buen gusto gastronómico.
A la mañana siguiente, de madrugada, partimos los tres en sendos caballos más tres mulas que cargaban el equipaje tiradas de un peón que jineteaba una cuarta bestia.
Grabé en mi memoria el aroma que despedía el campo a esa hora del día así como el hermoso paisaje que pintaban los primeros rayos del sol. Me despedí de aquella tierra, ahora mía, la primera que poseía, a la que pronto esperaba regresar.
Ser sobrino del César no necesariamente involucra provenir de una familia rica. Por el contrario, mis orígenes fueron más humildes de los que la gente suponía. Mi padre había nacido como producto de un amor juvenil furtivo, de aquellos prohibidos por las diferencias de clase, entre el padre de Marco Ulpio Trajano "El Dácico" y una bella sierva de su familia en Itálica. Poco después, mi abuelo contrajo nupcias con la que sería la madre del hoy César, mujer de noble corazón quien no tuvo ningún reparo en permitir vivir en la misma casa y hasta colaborar en la crianza del hijo bastardo, luego de la temprana muerte de aquella sierva, mi abuela. Creciendo los dos niños como hermanos. Mi padre creció y pronto se casó, me engendró, llamándome igual que a su amado hermano menor.
Cuando mi tío fue nombrado Cónsul por Domiciano, me llevó a Roma para terminar mi educación. Luego me enroló en la Legión, pues consideró que la disciplina militar y el adiestramiento en armas me sería útil. Alcancé el grado de Capitán. Siendo ya el César, después de servirle en las guerras por la Dacia, me introdujo en la política nombrándome en cargos públicos de alta responsabilidad. Hasta que un día me cansé y, aceptando que aquella vida no era para mí, renuncié. Recuerdo aquel día, no muy lejano, cuando el Dácico exclamó con desconcierto: "Eres igual a tu padre, ambos carecen de ambición. La que le sobra a mi primo Adriano... Está bien, tal vez sea lo mejor para ti. Cada hombre se forja su destino de acuerdo al favor de los dioses. No soy quien para oponerme."
Cabalgamos sin prisa, cuidando de no agotar a los equinos y ahorrando nuestras energías ante la larga travesía por mar que nos esperaba. Nos dirigimos hacia el puerto de Ancona, donde nos embarcamos Sulamita, Ahmés y yo en una nave cretense rumbo a Nicomedia, la antigua capital de la provincia de Bitinia, ubicada sobre el estrecho que da acceso al Ponto*.
Fue una travesía agitada, el Mar Nuestro** no presagiaba una tranquila misión.
Mientras Ahmés, víctima del mal de tierra, cuando su indomable estómago no lo obligaba a doblar su cuerpo por la borda, renegaba entre maldición y maldición por su suerte, yo meditaba sobre las palabras del Dácico en una estera extendida en la cubierta con mi cabeza recostada sobre el contorneado vientre de Sulamita.
“No quiero tomar decisiones precipitadas respecto a los cristianos, menos cometer actos injustos contra ellos, que de una u otra forma hacen parte del pueblo. Así que antes, quiero saber con certeza quiénes son ellos y qué pretenden, cuántos son y qué tanto peligro encierran sus prédicas, si son una amenaza para el Imperio o si sus creencias son buenas para Roma.” Aquel día del llamado, el Dácico dejaba entrever que estaba indeciso ante el “problema cristiano”, como lo denominaba Cornelio.
“Por eso, querido Marco, te quiero comisionar esta misión especial.” Continuó diciendo mientras posaba su mano sobre mi hombro. “Ve a Bitinia, como mi embajador plenipotenciario ante Plinio y los demás gobernadores, averigua todo sobre esta secta que parece propagarse como una peste sobre nuestras provincias. Si es necesario recorre Asia, Siria y hasta la misma Judea. Usa toda tu sagacidad y el poder que te otorgo, investiga la verdad sobre estos cristianos y mantenme informado, sin intermediarios, a través de cartas de tu puño y letra. No me ocultes nada de lo que descubras o suceda...”
La brisa marina parecía jugar con el largo cabello castaño de Sulamita, mientras ella con sus dedos jugueteaba con el mío. Qué bien me sentía a su lado.
La imagen del César retornó a mi mente. Ahora la escena se remonta al jardín del palacio. Luego de dar por concluida la sesión en la sala de su despacho, me había tomado del brazo invitándome a caminar por el jardín con la excusa de tomar un baño de sol, dando a entender a Cornelio y a los demás consejeros que ahora debía tratar conmigo un asunto personal.
"Marco, sé muy bien que no estás a gusto con la misión que te acabo de encomendar, la que te apartará más tiempo del que quisieras de tu nueva vida campirana. Pero créeme, que no sólo es porque necesito de tus objetivos e imparciales informes sobre los cristianos sino también por nuestra conveniencia." Susurró a mi oído mientras miraba de soslayo que nadie estuviera lo suficientemente cerca como para escuchar lo que decía."
"Si es tu deseo, César, cumpliré con gusto la misión. Pero, ¿por qué dices que también es por nuestra conveniencia?"
"Deja el formalismo para las ocasiones oficiales. Ya viste la actitud de Cornelio, tu eres tan perceptivo como yo y se que atisbas el resentimiento que tiene hacia ti. Pues te digo que no es el único."
Obviando mi cara de sorpresa el Dácico continuó: "Estar rodeado de ratas intrigantes es el precio del poder. La razón por la que un gobernante pierde la tranquilidad de su sueño. Se mantienen al acecho, esperando cualquier oportunidad para atacar en jauría, como este asunto con los cristianos. Qué mejor daño a la imagen del César, que lleva catorce años reinando, demasiado para algunos, que la del tirano perseguidor de una inofensiva secta religiosa pero que goza de gran aceptación entre el pueblo raso y hasta en las mismas filas de mi leal ejército. ¿Entiendes?"
"Sí, tío. Y también entiendo que la familia y los amigos leales al César somos enemigos de esas ratas intrigantes."
"Exacto. Por esta razón y otras más, en las que no tengo tiempo para entrar en detalles, deseo que te alejes de Roma y del remolino político que cada día crece más amenazándonos, al menos hasta que el porvenir se vea más claro. Te envío a las provincias del oriente para que cuides mi espalda, tu misión oficial como espía entre los cristianos abarca más, descubre a mis verdaderos enemigos: los que ostentan o ambicionan el poder. Se mis ojos y mis oídos, y manténme informado... ¡Ah! Y no te separes de tu espada."
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(*) “Pontus Euxinus” en latín: hoy Mar Negro.
(**) “Mare Nostrum” en latín, también llamado “Mare Internum”: hoy Mar Mediterráneo.
Continúa...
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