viernes, 1 de enero de 2016

LAS LADRONAS DEL TÉ. Historias de timos y estafas en los negocios (Capítulo 1)

¡Primicia editorial!


Las ladronas del té

Historias de timos y estafas en los negocios




ABEL CARVAJAL


Ilustraciones: Óleos sobre lienzos por Isabel Cristina Ángel





Muchos libros que pretenden enseñar a hacer dinero o alcanzar el éxito en los negocios se han escrito, pero hay pocos que enseñen a cuidar el dinero o a tener cautela en los negocios, el propósito del autor con este libro. Escrito con estilo de historias cortas o relatos para más claridad, una lectura agradable y mejor evocación de las enseñanzas que debe tener en cuenta en sus negocios y… ¡evitar que a usted le pase lo mismo!

El primer relato que da el nombre al libro tiene un carácter más literario y dulce, diferente a las siguientes historias de los otros seis capítulos, más desnudas y amargas como lo fue para sus protagonistas o víctimas. Al fin y al cabo el mundo de los negocios es fascinante pero inclemente.

Considero suficiente ilustración sobre el tema las historias descritas en estos seis capítulos, porque si escribiera con detalle todos y cada uno de los timos y estafas de los que tengo conocimiento, he leído o escuchado, tanto en el sector público como privado, este libro podría terminar más gordo que un diccionario. Lo que desanimaría al lector y podría ocasionarle pesimismo, depresión, miedo crónico a los negocios o paranoia con sus compañeros de empresa, sus empleados, los de otras organizaciones, con sus clientes y hasta con sus proveedores; cosa que no es el fin de este breve libro. Por el contrario, existe una infinidad de oportunidades y muchísima gente honesta en el mundo de los negocios, solo hay que actuar con prudencia y tomar medidas preventivas.



  
Historias inspiradas en hechos reales:

LAS LADRONAS DEL TÉ

LOS ESTAFADORES DE EMPRESARIOS

LOS EMBAUCADORES CON LA PROPIEDAD RAÍZ

LOS TIMADORES DE LA BOLSA

LOS TRAPACEROS DE SUS SOCIOS

LOS DEFRAUDADORES DE EMPRESAS

LOS DESFALCADORES FINANCIEROS




LAS LADRONAS DEL TÉ



A mi entrañable madre
Lucía Molina de Carvajal (Medellín, Antioquia 1935-2015).

   

“La admirable ceremonia japonesa del té no entraña solamente una estética, por más perfecta que ésta sea. La pureza del decorado, de los instrumentos y de los gestos pueden ciertamente presentarla como una especie de culto inigualado a la belleza. Pero la primera ceremonia del té, dicen los taoístas, es la ofrenda de la copa por Yin-hi a Lao-tse, cuando éste iba a entregarle el Tao te King. Y el arbusto del té, dicen los adeptos del Zen, nace de los párpados de Bodhidharma, que éste se cortó y arrojó a lo lejos para evitar la somnolencia durante la meditación. Por esta razón los monjes utilizan el té para mantenerse despiertos.
“Si bien la ceremonia del té tiene toda la apariencia de un rito de comunión, y probablemente lo fue (con vistas a atenuar la rudeza de las costumbres, a disciplinar las pasiones, a superar los antagonismos guerreros y a establecer la paz), su característica principal es la sobriedad, el despojamiento del acto, que apunta al desarraigo de la individualidad. Como todas las artes del Zen, el objetivo a alcanzar es que el acto no sea consumado por el ego, sino por la naturaleza propia o por el vacío. El té es finalmente el símbolo de la esencia, en la cual participa el Sí…”
DICCIONARIO DE LOS SÍMBOLOS (Jean Chevalier y Alain Gheerbrandt, “Dictionnaire des Symboles”)

  

A ellas se les conocía en el bajo mundo del hampa como “Las ladronas del té”, una temible banda del crimen organizado… Así podría empezar esta narración pero no debo, porque ellas en realidad estaban lejos de pertenecer al tenebroso mundo criminal y remotamente de haber sido unas reconocidas ladronas con este alias. Ni siquiera robaban objetos de valor o cosas materiales, eran ladronas de algo intangible y más valioso.

Las tres tenían en común, además de tomar el té en las tardes, su segundo nombre de pila, pues se llamaban Isabel Cristina, Ana Cristina y María Cristina.

Isabel y Ana eran amigas desde el colegio, muy compinches. Disfrutaban juntas las clases de gimnasia rítmica de la señorita Reina y tomar el té entre las 4 y las 5:30 p.m. También tenían los mismos gustos en el vestir, en los accesorios y hasta en el maquillaje. Les encantaba lucir colores vivos con estampados etéreos en las prendas, aretes más o menos discretos, pintarse sombras azules sobre sus párpados y de carmesí los labios, así como exhibir un esmerado manicure, cuidados muy propios de la mujer antioqueña. Ambas tenían una pasión por los sombreros, algo fuera de moda para dos mujeres jóvenes de la ciudad de Medellín de mediados de la década de los setenta, además de las boinas y de cuanta gorra elegante se les atravesara en una vitrina; aditamentos que les otorgaba un leve aire de los años treinta. No sabría decir si siempre vistieron así, pero así las conocí.

Isabel Cristina y Ana Cristina también iban juntas al supermercado, salían juntas de compras por los almacenes del centro, luego entraban al cine y se acompañaban una a la otra para todo lo que se les ocurriera; excepto cuando la primera salía con su esposo, un corredor de la Bolsa de Valores de Medellín, y la segunda con su duradero novio, un abogado de la empresa de servicios públicos de la ciudad.

Para no generar confusión en las reuniones sociales decidieron omitir el nombre de Cristina, simplemente se presentaban como Isabel y Ana.  Entre ellas se llamaban cariñosamente Isa y Anita.

Isabel era ama de casa y pintora por afición. Ana, había sido contratada por la prestigiosa Clínica Soma como instrumentadora quirúrgica o enfermera auxiliar de cirugía. Casada sin hijos la primera y soltera la segunda, también sin hijos. Decisión personal poco frecuente en aquellos días el no querer engendrar hijos que decenas de razones, hoy en día, puede justificarse en una mujer o en una pareja, asunto que aquí no nos atañe. Pero como no falta el lector inquisidor y para dejar la cuestión religiosa zanjada de una vez, solo puedo escribir que ellas eran católicas por tradición familiar, iban a misa cuando les brotaba la necesidad de aquel reconfortante bálsamo para el espíritu que es el meditativo rito eucarístico, la comunión (común unión) con la Divina Providencia.

Durante aquellos primeros años, en que las observaba y escuchaba, transcurrieron sus vidas sin novedad disfrutando del amor de sus parejas, de su amistad y de la complacencia que una suficiente cantidad de dinero, que ganaba una y el consorte de la otra, puede ofrecer a dos chicas sencillas amantes de los sombreros, de las boinas, del buen vestir, de los cosméticos y de los zapatos, por supuesto (¿qué mujer no?). Me parecían prudentes con los gastos, virtud femenina no tan profusa, eran felices mas no comían perdices. La frase que una tarde, casi dos décadas después de reparar en ellas, le escuché a Isabel fue: “En mi casa ni comemos langostino ni nos vestimos con Valentino”. A su vez Ana no se cansaba de repetir, años después también: “La tarjeta de crédito trae pobreza a quien abusa y riqueza al banco que azuza”.

Mujeres cultas sin duda. Ana era lectora empedernida de novelas mientras que Isabel lo era de la revista Selecciones y de libros de arte, además de algunas novelas que prendaban a Ana.

Físicamente puedo dar fe de su atractivo natural, pese a que la primera vez que se cruzaron en mi camino yo apenas hacía el tránsito de la pubertad a la adolescencia, a mediados de los revoltosos años setenta. Tampoco es que fueran unas beldades, pero de ningún modo pasaban desapercibidas ante los hombres en la calle y menos entre sus envidiosas congéneres. Lo más provocador de ellas era su cadencia en el andar, que denotaba feminidad y seguridad en sí mismas; complementada con una distinción que les proporcionaban sus faldas, blusas, trajes y sombreros de los que hacían gala. Me gustaba de ellas, además de las entretenidas y deliciosas conversaciones que entablaban, que cuando llegó la época de las cirugías estéticas no cedieron a la tentación evitando convertirse en mujeres “plásticas”, cero siliconas y cero botox. Aceptar su mucha o poca belleza natural es de mujeres con alta autoestima e inteligentes. Eso sí, ambas eran vanidosas como todas.

Las vi por primera vez, y por años las seguí viendo y escuchando, en el Astor, el famoso salón de té del paseo Junín de Medellín a pocos metros del emblemático edificio Coltejer.

Aquella vez que las descubrí era todavía un niño al que mi madre junto a mis otros dos hermanos menores nos llevaba con frecuencia, cuando íbamos en las vacaciones a la casa de nuestros abuelos maternos en Medellín, al Astor a engullir los deliciosos moros verdes en forma de sapitos, los moros amarillos en formas de pollitos y los moros rosados en forma de conejitos, por mencionar solo tres dulces exquisiteces de la mejor pastelería tipo suiza, según sus fundadores. Heladería igualmente famosa por ofrecer los cuatro cremosos helados: el de chocolate, el de vainilla, el de fresa y el de mandarina, este último mi favorito, servidos en copas o bandejitas de vidrio acompañados con una ultraliviana galleta wafer.

Creo que no había en aquellos días mejor sitio donde tomar en las tardes plácidamente un buen café o un té caliente arrullado por una música suave y sumergirse en una aromatizada tertulia, con apacible ambiente y atendido por unas encantadoras meseras que empujaban unos carritos entre las mesas con los famosos moros y demás delicias de las reposteras, sí porque eran mujeres todas, tanto en la cocina como en el salón, detalle que no escapó a mi aguda vista de águila, aunque de un polluelo de águila con gafas.

En aquel salón de té (me gusta más que el mote de repostería) el aroma de los perfumes de las distinguidas damas y de las colonias de los bien vestidos caballeros me trasladaba a lo que consideraba el más sublime de los escenarios de la civilización del siglo XX. Hasta el humo de los cigarrillos, de los cigarros finos y el atrayente aroma a breva de las pipas de los más sofisticados señores que concurrían a este palacio de las delicias, donde las infusiones del amargo fruto del café o de las hojas coriáceas y elípticas del té eran las bebidas calientes más pedidas por aquellos fumadores, se podía decir que era parte indispensable de la elegancia y del arte de la conversación.

Todo allí era seducción para mi paladar, para mis ojos (con leve astigmatismo), para mi olfato y, cómo no, para mis oídos.

¡Pero un momento! ¿Y de María Cristina qué? Más adelante aparecería en escena.
La primera tarde en que vi a Isabel y a Ana estaban a mis espaldas, nos habíamos sentado mi madre, mis dos hermanos y yo en una de las mesas de la hilera con largas sillas que me parecían como de comedor de vagón de tren.  Pude escucharlas y verlas entre las separaciones de las tablas de mi espaldar.

Me llamaron la atención de inmediato, pues no entendía y sigo sin entender, como dos señoras jóvenes se tomaban un té caliente, una en agua y la otra en leche, sin siquiera acompañarlo con un morito, una torta de chocolate o al menos una rica galleta de mantequilla, ¡allí, justo allí en aquel palacio de los deleites! ¿Se sentaban un par de horas dos mujeres a conversar con solamente un pocillo de té cada una, sin comer nada de nada? ¿Cómo podían ellas resistirse a los carritos cargados de azucaradas tentaciones que las meseras del Astor les pasaban ante sus narices mientras atendían las mesas vecinas? La única explicación que se me ocurría era que tenían solo el dinero justo para pagar el té.

Terminé de engullir mi primer moro, el que tenía figurita de sapito, al que lo primero que le amputaba con mis dientes era la cabeza por aquella suculenta crema rosada bajo la costra azucarada verde, quedando solo el cuerpo en forma de cubo del que di cuenta de inmediato.

Ellas rieron por quién sabe qué comentario gracioso. Giré mi cabeza para mirarlas de nuevo por entre las tablas de mi espaldar, cuando sentí en mi brazo izquierdo el pellizco de mi mamá que estaba a mi lado, susurrándome: “¡Deje de ser sopero[1]!”

Sí, ¿qué puedo decir?, que gracias a que fui sopero de niño y adolescente, según mi madre y mis tías, es que puedo narrar esta historia y otras.

A partir de ese momento aprendí a afinar mis oídos sin necesidad de dirigirlos con mis ojos. Necesitaba lentes para ver perfectamente, pero en compensación la naturaleza me había dotado de un par de agudos oídos como de lobo, creo. También de un fino olfato, supongo que como consecuencia de una prominente nariz heredada de mi padre, la que de paso me servía para sostener mis gafas de marco de carey.

Escuché la conversación de las dos mientras me comí lentamente, muy despacio pero cuidando que mis hermanos no metieran sus manotas en mi plato, mis tres moros y mí copa de helado… ¡Y qué, en nuestra niñez nadie se preocupaba por la gordura! Además no éramos niños gordos sino repuesticos, nos decía mi madre. Anorexia y bulimia eran desordenes que ni se conocían, aunque la glotonería sí, pero es que todos los niños fuimos glotones cuando de dulces, postres, tortas, pasteles, ponqués, chocolatinas y helados se trataba.

Volviendo a nuestra cuestión. Escuché con claridad la conversación entre Isabel y Ana, pero no entendí ni pío, pues no hablaban de temas que conociera a mi edad, ni siquiera de sexo (¿qué niño no sabe de sexo?). Hablaban de una bolsa, de unas acciones, no entendía qué acciones tenían ellas que emprender para meter en una bolsa yo no sé qué cosas, ni siquiera aclaraban si la bolsa eran de papel o de plástico y ni modo de preguntarle a mi mamá de qué hablaban ellas, por lo de sopero.

Nos fuimos antes que ellas.

Regresamos al Astor en aquellas vacaciones en Medellín otro par de veces, siempre en la tarde, allí estaban las dos, pero no logré escuchar bien el tema de conversación alrededor de los dos pocillos de té; ¡pero esperen, sí comían!, el té en agua y el té en leche respectivo de Ana e Isabel, lo acompañaron la segunda ocasión con un besito de negra, un manjar de crema cubierto de una fina capa del más delicioso chocolate que se deshace en la boca al primer mordisco. Mientras la tercera tarde en que las vi, cinco días después, ellas comían mazapanes de colores, algo que me pareció raro pues pensé que eran golosinas exclusivas de nosotros los niños. Ambas tardes agucé mis oídos pero no pude hilar bien los temas que conversaban. A más de dos mesas de distancia se hace muy difícil la tarea de un espía.

A propósito de algo, los antioqueños suelen aún llamar a la hora del té como “la hora del algo”, supongo que porque se come algo y no mucho como en la cena o, como también la llaman, la hora de la comida. Así que Anita debía llamar por teléfono a Isa y decirle algo así: “¡Hola Isa, vamos a tomar hoy el algo al Astor!”

No volví a verlas hasta un año después en las vacaciones de diciembre y nada más una tarde, pues fuimos solo una vez al Astor porque supongo a mi madre le pareció que comíamos demasiada azúcar con las colaciones, hojuelas y natillas que preparaba nuestra abuela en navidad.

Al año siguiente, en junio de 1976, a mi madre la intervinieron con una delicada cirugía en la Clínica Soma, de la que no olvido las marmoleas escalas de la entrada por la Avenida Izquierda sobre cuyo umbral estaba el número 45-93. Fue impactante, a mis doce años, ver como traían del quirófano a la habitación asignada en una camilla a mi madre inconsciente y más amarilla que una ahuyama, me pareció más muerta que viva, se me encharcaron los ojos.

Del apartamento de mis abuelos, dos cuadras arriba de la clínica por la Playa (Medellín es una ciudad que ostenta una importante y arborizada avenida llamada la Playa pese a que no tiene mar), junto con mi padre o con alguno de mis tíos caminábamos a visitar a mi convaleciente madre. Una tarde, cuando ya mi madre estaba fuera de peligro, convencí a mi padre para que nos invitara a… ¡ya se imaginarán! Situado a menos de cuatro cuadras de la clínica.

Allí estaban las dos, no, más bien tres. Había otra mujer con Isabel y Ana tomando té. Corrí para asegurar una de las mesas más cercana a la de ellas, mi padre me secundó con cierta suspicacia.

En esa ocasión el tema fue, no me lo van a creer, sobre la delicada cirugía que le habían hecho a una joven señora que vivía fuera de Medellín, mi madre. Esa tarde me enteré que las mujeres tenían una tripa llamada matriz que extraían cuando enfermaban, que el doctor Darío Sierra era médico-ginecólogo-cirujano y que Ana era instrumentadora quirúrgica, la que asistió a este prestigioso especialista en la operación. ¡Qué pequeña era Medellín!

Mi padre que no gozaba de tan buen oído, pues había perdido el izquierdo gracias a un culatazo de fusil que le habían asestado hacía más de veinte años en la época de La Violencia por pertenecer al Partido Liberal, ni se enteró de lo que conversaban ellas; pero como él observó que yo no les quitaba el ojo supuso que alguna me gustaba y dándome un codazo me sonrió pícaramente mientras las señalaba con un leve movimiento de cabeza.

La tercera comensal que las acompañaba era María Cristina, cuyo nombre tardé más de media hora en escuchar.

María Cristina era mona[2], no podría asegurar si tenía el pelo tinturado o era natural, pues con los años se le oscureció a castaño. Era una mujer muy atractiva, me pareció la más bella de las tres; siempre he tenido debilidad por las rubias probablemente por las divas de las series americanas de la televisión a las que era adicto. ¡Lástima que fumara! También les he tenido aversión a las fumadoras. Vestía un poco más recatada que sus dos amigas y no usaba sombrero ni boina ni gorra alguna, se atomizaba laca sobre su esmerado peinado, cuya inconfundible fragancia percibía.

Nunca supe a qué se dedicaba ella porque fue la que a menor número de tertulias asistió, al menos cuando yo las espiaba, así que supongo cumplía con horario de oficina hasta las cinco o seis de la tarde. Tampoco le vi ni la escuché hablar de hijos ni de marido ni de novios. Claro que era la más callada, tal vez por mantener la boca ocupada con los cigarrillos con filtro que encendía uno tras otro, a los que a veces les veía doblar la ceniza a punto de caer sobre el té, el que con frecuencia remplazaba por café con leche, cambio que me parecía una traición a su cofradía, bueno, la que en mi juvenil imaginación les constituí: La cofradía de las Ladronas del té.

¿Por qué ladronas?

Primero debo revelar que cuando entré en mi adolescencia, a diferencia de mis amigos y compañeros del colegio, prefería leer en los periódicos de Bogotá y de Medellín las cotizaciones de bolsa y las páginas económicas (además de las tiras cómicas) que la sección de deportes, por una inexplicable atracción hacia aquellos temas impresos tan matemáticos, quizás por mis genes de comerciante, lo que tomé como señal de mi predestinación al fascinante mundo de la bolsa y las finanzas. Pero como a tan corta edad ignoraba las respuestas a preguntas tan importantes como qué eran exactamente las acciones o porqué los precios de éstas cambiaban de un día a otro, decidí hacerle estas preguntas al asesor de cabecera que tenía más a mano, mi padre.

Ciertamente él hizo su mejor esfuerzo mental para responder, o más bien eludir, tal avalancha de preguntas sobre cuestiones tan alejadas de su mundo agropecuario, pues dominaba el tema ganadero, el finquero y el del comercio de la carne con el que se ganaba la vida a gusto desde muy joven, pero él desconocía aquel mundo tan alejado de su vida, de la ciudad donde vivíamos y de su negocio como lo era el bursátil.

Se me ocurrió que era preferible preguntarles a mis tíos de Medellín. ¡Oh, sorpresa! Poco saciaron mi sed de conocimiento tan específico, ellos sabían sobre otros tipos de comercio: carros, propiedades y productos químicos como anilinas, fragancias y esencias, por el acreditado negocio de mi abuelo materno heredado de mi bisabuelo al que en la familia llamábamos La Agencia, conocida en Medellín como El arriero, que todavía existe.

Solo me quedaba una opción: los libros.

Indagué, busqué e investigué en cuanta biblioteca y librería encontré. Leí libros sobre bolsa, inversiones, finanzas, inversionistas, biografías de magnates, hacedores de dinero, etc. No muchos la verdad sea dicha, pues pocos encontré con un lenguaje asequible para mis escasos conocimientos, pero al menos pude entender qué era una acción, qué era una cotización, qué era la oferta y la demanda, cómo se negociaban las acciones en la bolsa, qué era una rueda, qué era un comisionista, qué un inversionista, qué una sociedad anónima… Lo básico para entender el negocio bursátil y deducir a qué tipo de acciones y bolsa se referían aquellas mujeres en sus charlas mientras tomaban té en el Astor; el que entre otras cosas se encontraba a menos de cuatro cuadras de distancia de la sede de la Bolsa de Medellín que estaba en el Parque de Berrío.

¡Así que no se trataba de una bolsa plástica o de papel! La ignorancia es muy atrevida. Como dice un amigo: “el que no sabe es como el que no ve”. Me moría de las ganas de volver a verlas y, ahora sí, comprender lo que tanto ellas hablaban sobre la Bolsa.

Tuve la oportunidad casi dos años después de la cirugía de mi madre en unas vacaciones. Aquella tarde fui solo al salón de té, ya me permitían andar por las calles de Medellín sin el acompañamiento de mis padres o tíos, y con el dinerillo que mis generosos tíos me obsequiaban podía permitirme el lujo de comer un buen par de moritos más una copa de helado y el vaso de agua de rigor, en la mesa más cercana posible a la que ellas tres acostumbraban, por supuesto.

Esa tarde llegó primero Isabel y Ana, se sentaron en una mesa algo alejada de la mía. ¡Típica dificultad para la ingrata labor de un espía!

Recurrí a un osado truco para ubicarme de nuevo en una mesa detrás de ellas antes de que la ocuparan otros comensales. Tumbé de lado el vaso de agua, parándome de un brinco aparentando eludir el agua derramada y pena por mi torpeza. De inmediato agarré mi plato de moros porque ya había devorado la copa de helado, pues no me gusta el helado derretido, y me senté en aquella mesa justo antes que otras dos señoras de edad lo hicieran, cosa que nos les gustó y para que no me quedaran dudas, una le dijo a la otra asegurándose que yo la escuchara: “¡Qué tan maleducado!”

Me sonrojé, más porque Ana e Isabel voltearon a mirarme que por las dos viejas a las que acababa de desbancar. Disimulé comiendo cabizbajo los moros que me quedaban, bueno, moro y medio.

Hablaron de asuntos triviales hasta que apareció Mariacé, como la llamaban, casi una hora después.  ¡Y por fin! Ella disparó emocionada un dato fresco, una confidencia, de mucha relevancia que recién había escuchado en una conversación entre su importante jefe y otro señor igualmente importante. ¡Cuánto escuchan las secretarias sin que los jefes se den cuenta!

Les revelaré el milagro pero no el santo, o los santos, pese a que sucedió hace tantos años por aquello de la discreción.

Un gran banco estaba planeando comprar en los próximos días una compañía siderúrgica, cuyas acciones cotizaban en la Bolsa. Negocio que se denomina como una adquisición. ¿Eso era todo? Exclamarán algunos que no deducen el alto valor que puede llegar a tener una información fidedigna como ésa.

Tomé nota. Al día siguiente leí en el periódico la cotización de la acción de aquella siderúrgica y observé que había subido un poco respecto a la del día anterior. Al tercer día subió más y aún más al cuarto día, en menos de dos semanas el precio de la acción se había duplicado y siguió subiendo hasta que se hizo pública la adquisición, con puja incluida contra accionistas que no querían que ese banco con sede en Bogotá se adueñara de una compañía antioqueña, lo que disparó el precio a niveles impensables en aquellos días.
Quienes habían comprado antes de que se filtrara la intención de adquisición y vendido después o durante la puja ganaron mucho dinero. Imaginé que mis amigas del salón de té estaban entre las ganadoras.

Aprendí el valor de una buena información a tiempo y actuar en consecuencia igualmente a tiempo.

Al cabo de tres semanas, a punto de regresar a mi pequeña y calurosa ciudad de origen, volví a verlas. Estaban felices, estrenaban sombreros menos Mariacé, cartera y zapatos finos las tres. Sin duda al siguiente día en que se enteraron de la confidencia corrieron con todos sus ahorros a ordenarle comprar acciones de aquella siderúrgica a su comisionista de confianza, el que supongo era el marido de Isabel.

En unas vacaciones posteriores, una tarde las encontré muy calladas, cosa rara en tres mujeres mientras toman el té, incluso sin té. Tardé poco en descubrir la causa de tal silencio, ahora eran ellas las que espiaban la mesa contigua, no la mía sino otra detrás de ellas, en la que cuatro señores muy elegantemente vestidos de sastre conversaban sobre un gran negocio en ciernes en la Bolsa. Hasta Isabel escribía en una libretica los datos que les escuchaba.

¡Anita me pilló fisgoneándolas! El joven espía aficionado que espiaba a las espías profesionales había sido atrapado. Me avergoncé y tratando de disimular, que mal lo hacemos los hombres, le sonreí. Ella me mató el ojo de una pícara pero tan agraciada manera que me flechó, me enamoré en el acto de una mujer quince o tal vez veinte años mayor que yo. Entendí aquel día a qué cosa citaban como amores juveniles platónicos.

¿Ya comprenden porque las llamo las Ladronas del té?

Ellas no robaban objetos de valor ni joyas ni dinero, nada de lo que sustraen las ladronas vulgares. Ellas robaban información valiosa o más bien, para no ser tan moralmente severo e injusto, espiaban información que les sirviera para sus inversiones, datos que seguramente compartían con sus familias y amigos para que también ganaran unos pesillos en la Bolsa.

Pero una de las tres sí me robó. La más ladrona de las Ladronas del té: Anita, quien me quitó el corazón por varios años.

A partir de aquel día esperaba con ansias las vacaciones del colegio, para correr a subirme en el tren rumbo a Medellín. Allá, descargar la maleta en la casa de mis abuelos y, aunque ya no me sabían igual, comer moritos en aquel salón de té mientras esperaba a que ella, la más bella, la más elegante, la más risueña mujer entre las mujeres entrara como la princesa de mis sueños, me matara el ojo como ella pícaramente lo hacía y me sonriera, para sentirme morir en ese glorioso acto de amor tan puro.

Pero todo terminó como suele finalizar todo idilio juvenil más imaginado que real: Un día nos damos cuenta que ya no existe porque nunca existió.

Durante casi dos décadas las seguí viendo y oyendo eventualmente.  Como crecí rápidamente y apenas “coincidíamos” unas cuantas veces en el año, dudo mucho que me recordaran como aquel jovencito que las espiaba mientras ellas escuchaban a los hombres de negocios que concurrían al salón de té, vicio con el que ellas continuaron… y yo también.






[1] Coloquialismo antioqueño hoy en desuso que hacía referencia al individuo metido o fisgón.
[2] Mona le dicen los antioqueños a las rubias y mono a los rubios.


Continúan los siguientes seis capítulos...



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